El fenómeno provocado por la Covid-19 no sólo es un hecho sin precedentes para la administración pública, que no estaba preparada para afrontar las consecuencias de esta contingencia, también en el sector judicial se presentan debates por la constitucionalidad de los decretos expedidos en el marco de la emergencia económica, social y ecológica.
En Colombia muchos se enorgullecen porque no hemos caído bajo las garras del socialismo chavista que destruyó al país vecino. A raíz del coronavirus, sin embargo, los colombianos han bienvenido, exigido y hasta celebrado la pérdida de sus libertades más básicas. Estas han desaparecido en medio del encierre obligatorio, las draconianas restricciones a la movilidad, la expropiación de facto de toda empresa “no esencial” según ciertos burócratas, y hasta el control estatal de los precios.
Tiene menos de veinte y un años, la actual peste la marcó. A diferencia de las anteriores tiene la razón desde su origen en su rechazo a la destrucción de la vida planetaria. Mientras las generaciones previas iniciaron con propuestas “liberadoras” que el tiempo demostró quiméricas. La otra diferencia, claro está, es que ella tendrá tiempo para imponer sus criterios. Las generaciones que nos estamos yendo haríamos bien en tratar de traducir lo que dicen, lo que sienten, lo que expresan.
Entre 2015 y 2019, el Fondo Agropecuario de Garantías, FAG, pagó ¡$787.000 millones de pesos! por concepto de siniestralidad de la cartera del Crédito de Fomento, en una tendencia creciente y acelerada, desde 54.000 millones en 2015, hasta 252.000 millones en 2019.
Debido a la igualdad esencial de los seres humanos -que muchos solo han comprendido al ver que, por el Covid19, la muerte es una realidad que, sin distingos, está a la vuelta de la esquina-, la pandemia nos ha puesto de bruces frente a las obscenas injusticias sociales de nuestro país. Y esto ha hecho que quienes se suponía ejercían un liderazgo visible, muestren cada vez más el cobre.
La revista “The Economist”, que ha venido publicando una serie de excelentes informes con motivo de la pandemia, pronostica que al final del año 2020 los países en su conjunto llegarán a acumular deuda pública (como proporción del PIB ) equivalente al 122%. Y que el déficit fiscal mundial equivaldrá al 11% del PIB colectivo.
A medida que nos van contando lo que sucede a causa del Covid-19 se va llenando el alma de mil preguntas sobre el modo como hemos vivido hasta ahora y en el confortable mundo moderno que ha construido el capitalismo liberal para una buena parte de la humanidad, aunque no para todos.
Por ahora, interrumpo los comentarios sobre los postulados desarrollistas de Álvaro Gómez, para comentar la política de Brasil, que debiera suscita el mayor interés
“La furia del virus ilustra la locura de la guerra. Es por eso que hoy, pido un alto el fuego global inmediato en todos los rincones del mundo. Es hora de poner los conflictos armados en cuarentena y enfocarnos juntos en la verdadera lucha de nuestras vidas”. Tal era el llamado del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, el pasado 23 de marzo. Nada parece ser más lógico.
Hace ya un par de semanas comentamos en esta columna sobre la actividad de los recicladores callejeros en ésta época de pandemia; estos hombres que vemos trabajar a diario en nuestras calles y que forman parte de un paisaje ya conocido por todos; ellos no significan mayor cosa para la mayoría de los ciudadanos del común; de hecho, en la mayoría de los casos se procura evitar la interacción al tener la idea de que se corren riesgos al interactuar con ellos, cosa que hoy por hoy pudiera llegar a ser cierta.