Puede ser que se tengan diferencian filosóficas y políticas en cuanto a la forma de interpretar la democracia, dado que desde los tiempos de Platón se advertía sobre el peligro de atribuir un poder igualitario a los ciudadanos para decidir sobre lo bueno y lo malo de la República. Platón consideraba que apenas una minoría selecta tenía la capacidad de entender la política y participar en la misma. Así mismo, muy pocos estaban capacitados para gobernar.
La posibilidad del Premio Nobel de la paz a Santos era esperado como una manifestación de respaldo a la firma de la paz que con tanto bombo se celebró el pasado 26 de septiembre. Sin embargo, el resultado del plebiscito que pretendía ser un acto de blindaje popular a las negociaciones de La Habana, resultó contrario a todo lo que se esperaba. Los ciudadanos que asistieron a la cita por una pequeña minoría dijeron que no estaban de acuerdo con lo pactado, alejó la posibilidad de que esto sucediera.
Es más que evidente el inmenso clamor nacional para que el proceso de paz termine felizmente con la firma de los acuerdos de La Habana y con el apoyo de una auténtica unidad nacional en torno a los compromisos.
Las academias en general conforman el centro cerebral de un país y su foco culminante. Un antiguo de académico legó a la República de Grecia un hermoso paseo, plantado de olivos perfumados. A este sitio concurría Platón para enseñar filosofía. Cuando falleció, los discípulos continuaron con la costumbre implantada por el gran sistematizador de la dialética. Una academia es en relación con un país, lo mismo que el cerebro, en relación con el cuerpo humano, la parte más trascendental y luminosa.
La política activa se mira con enfoque analítico, o sea, hechos, causas, efectos, trascendencia, tendencias, movidas, en fin, táctica y estrategia.
Ni siquiera un Premio Nobel de Paz caído de bruces sobre el país de manera temprana nos ha tranquilizado el ánimo, guerreristas que somos aunque muchos funjamos ahora de Dalai Lama con palomita blanca en la solapa y metralleta en la palabra.
12 días post plebiscito, perdidos para desmovilizar guerrilleros, para el conteo regresivo de la entrega de armas, y dar gracias por el inicio de un nuevo país. 12 días entre paréntesis para los delegados de la ONU, e inseguros para los fondos internacionales destinados al posconflicto, que ahora flotan por el ciberespacio financiero, y pueden desviarse hacia países que sí estén listos a recibirlos.
12 días desde ese domingo incomprensible, en el que una elección popular le arrebató al mismo pueblo, el principio de paz que ya tenía en sus manos.
Pasó la tempestad y ahora nos encontramos en una aparente calma chicha, esa que retrató el escritor como “quietud que desespera, en la que no hay ni frio ni calor, la que sabe a muerte”.
En este clima de tensión y de interpelación interior, que vive hoy cada colombiano, tenemos que darle una oportunidad a la esperanza. Permitir que se cuele en mi alma la confianza en el otro, por la pequeña grieta que se abrió en algunas creencias que se consideraban inamovibles. Además, reconocer y tratar con respeto a quien piensa diferente, no implica renuncia a mi libertad de decidir. Es una norma elemental de convivencia.
A raíz del triunfo del No en la jornada plebiscitaria, se han oído toda clase de voces para encontrar la manera de salvar el proceso con los aspectos positivos que pueda ofrecer el acuerdo celebrado con las Farc.