El sentido de un perdón

* Conferencia Episcopal contra la pederastia

* La recuperación de la dignidad y la confianza

 

 

La solicitud de perdón de la Conferencia Episcopal colombiana hace unos días, frente a la dolorosísima práctica de la pederastia por parte de sacerdotes a lo largo de un tiempo extenso, está por supuesto en la línea determinada por el papa Francisco como resolución mundial imperativa, comprendidas las jerarquías cuando ha sido del caso.

No en vano una conducta así supone de facto la contradicción absoluta de los valores que se pretenden inculcar, con base en la doctrina milenaria según la cual la propia vida debe intentar reflejarse en el ejemplo de Jesucristo (más allá de las liturgias y estructuras eclesiales formales). Y por tanto resulta hasta inverosímil tener que aducir que la pedofilia sacerdotal infringe una lesión fatal al núcleo de la esencia cristiana. Aún más, violentando aquella admonición siempre vigente de Cristo de “dejad que los niños vengan a mí” que, entre las muy pocas veces que habló textualmente, comporta una señal inequívoca de amparo, benevolencia, alegría, riqueza y vocación de futuro de la humanidad. En suma, la niñez como factor insoslayable de la esperanza, emblema de la dignidad inocente y desde luego protegida en vez de sometida a móviles protervos por parte de quienes están llamados a cobijarla.

Por su parte, el sacerdocio, según se ha relatado por los mismos protagonistas en tantas oportunidades, no es un oficio, ni una profesión, sino que obedece a un atributo, a veces repentino, inclusive de carácter sobrenatural, que ante todo implica desenvolverse en un entorno espiritual de compromiso altamente exigente. En este caso, dentro de la trayectoria del colectivo católico muchas veces desbordado (todavía más hoy) por el incisivo materialismo a la orden del día. Es decir, que bien se trata de invocar el carácter trascendente de la existencia y generar con tino y acierto la pedagogía y práctica correspondientes. Y cuyo fundamento no consiste en grandes predicaciones teologales, en el cúmulo de bulas, encíclicas o sermones, por así decirlo, sino en el soporte esencial y aparentemente sencillo de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Lo que, a fin de cuentas, y como lo hemos dicho otras veces, es tanto la base concreta del cristianismo como del credo evangelizador del catolicismo dentro de su proyección universal. Y, en ese sentido, es también la premisa básica que debe moldear, con más veras, la actividad sacerdotal por fuera de lo cual nadie puede decirse sacerdote, muchísimo menos al ocasionar daños tan trágicos e irreversibles al prójimo, ni aún en medio de la llamada crisis vocacional actual.

Porque puede ser que a raíz de esos afanes negligentes quienes de antemano y, en ocasiones por haber sufrido lo mismo, tienen inclinaciones pedófilas encuentren en la órbita natural de las actividades de la Iglesia un caldo de cultivo para sus tendencias. No obstante, cualquier laxitud en la materia no tiene justificación alguna, ni mucho menos la permisividad corporativa, ni las reglamentaciones elásticas, ni el amiguismo encubierto de bondad, que solo sorprenden y alarman sobremanera a los feligreses y al mismo tiempo desmoraliza a tanto sacerdote que bien actúa.

Sobra añadir, por descontado, que desde el punto de vista legal la pederastia consiste en una conducta típica, antijurídica y culpable, perteneciente al ámbito penal y cuyo desagravio es para la sociedad colombiana entera, católica o no católica. Hace bien la Iglesia en no aducir ninguna inmunidad al respecto y en desprenderse de cualquier salvedad en la materia, aun si el lesivo fenómeno parece al momento no tener la inconcebible dimensión de otros países en los que ya se puso en curso esta decisión.

En todo caso, con un solo damnificado el cuerpo católico se hiere profundamente, por lo que la feligresía colombiana, a tono con la actitud de la prelatura, espera que la recomposición al interior de la Iglesia se lleve a cabo de modo apremiante, tanto bajo el deber de resarcir y en lo que sea posible recuperar a los no pocos afectados después de semejante perjuicio como asegurando que actos así nunca vuelvan a ocurrir. Es muy triste leer o escuchar como ellos mismos ni siquiera se sienten víctimas, sino apenas sobrevivientes a la deriva de una situación a todas luces injusta, mediada por la agresión o la artimaña y sin el más mínimo reparo de sus negativas constantes.

Es de resaltar, pues, que la Conferencia haya dejado de lado el secretismo y los obstáculos incomprensibles. No hay dilemas. Se trata de cumplir con todo rigor el curso de lo prometido, con todas las garantías e información atinentes y liberando a la Iglesia del trasunto acomodaticio y vergonzante en que algunos alrededor del mundo (como también aquí) pretendían atenazarla a costa de la dignidad y la confianza.