Por Emilio Sanmiguel
Colaborador de El Nuevo Siglo
Aplaudida no. Aplaudidísima. Así estuvo la Novena Sinfonía de Beethoven que la Filarmónica de Bogotá interpretó el pasado domingo 5 de marzo en el Teatro Mayor.
Tanto así que aplaudieron, entre movimientos, también a la entrada del coro y solistas antes del tercer movimento y, al final, la cosa ya fue apoteósica.
Mucho aplauso, pero con sus bemoles. Así en realidad sólo el tercer movimiento esté en Si bemol mayor; pues los demás están en Re menor, la tónica.
Como siempre, la tarde del domingo hubo tres protagonistas: Beethoven, el primero, el más importante, compositor de la que es una de las obras capitales de la historia, que usa en el movimiento final el texto de la Oda a la alegría de Friedrich Schiller. En segundo lugar, el ente encargado de traducir e interpretar la música, el Coro Filarmónico, la Orquesta Filarmónica de Bogotá, los solistas y el director Emil Tabakov. En tercero,el público, un participante, aparentemente pasivo en esta experiencia, pero, la razón de ser de toda la parafernalia.
En domingo quedó claro que el público falló. Porque cuando se esperaba que estuviera a la altura de las expectativas, de lo que significa una Novena Sinfonía, con sus aplausos, sí, muy nutridos y apoteósicos al final, demostró no estar muy enterado de qué se trataba la experiencia.
Aplaudir entre movimientos no es un delito. En el pasado, salvo rarísimas excepciones, era lo normal. Pero, es que en el pasado la música no era considerada una obra de arte ni el compositor un artista. El primero que exigió respeto, por su persona y por su arte fue, justamente Beethoven.
Felix Mendelssohn fue pionero en eso de no aplaudir entre movimientos cuando dirigía la orquesta de la Gewandhaus de Leipzig. No por capricho. Sino porque como compositor que era, entendía que una sinfonía es un acto de integridad, ética, estética y de musicalidad que implica un ejercicio de comunión que no debería ser interrumpido bajo ninguna circunstancia. No estar enterado de ello desequilibra la ecuación. No se trata de ser excesivamente trascendentales, pero, cuando de por medio está uno de los pilares fundamentales de la historia, la Novena, tan vez si vale la pena tomarse las cosas tan a pecho.
Claro, no toda la culpa cae sobre las espaldas del auditorio. Porque, en la misma línea de lo dicho, fue disparatada la decisión de marcar la entrada del coro y los solistas después del segundo movimiento. Porque rompió por completo esa atmósfera de tensiones y drama que Beethoven crea a lo largo de los dos primeros movimentos, Allegro ma non troppo, un poco maestoso el primero, Molto vivace el segundo, un scherzo en realidad. Dos movimientos que constituyen el portal, indispensable para enfrentar la profunda reflexión del tercero, Adagio molto e cantabile, remanso que prepara los ánimos para la descarga explosiva del cuarto, cuando Beethoven no da rodeos y confronta al auditorio con el texto de la oda de Schiller.
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Eso, y mucho más es la Novena de Beethoven. Que implica para la orquesta, y desde luego para el aparato vocal, una preparación más comprometida de lo usual.
Terreno, desde luego, para las especulaciones. Porque no hay qué mentirse. Si ciudades como Viena y Berlín son sede de orquestas como sus respectivas Filarmónicas, que deben ser los aparatos orquestales más poderosos del mundo, eso ocurre porque son ciudades que se dan el lujo de contar con un público para el cual la música hace siglos dejó de ser una entretención.
No debe ser halagador para una orquesta descubrir que ese acto de suprema comunicación ética y estética que constituye un concierto queda, para decir lo menos, en tela de juicio por cuenta de uno de los protagonistas.
Quizá sea necesario afirmar que el dedo acusador no puede estar dirigido hacia el teatro, que cumple con su deber, trabaja para que las luces del auditorio bajen con el lleno completo. Hasta la bandera dirían los españoles. El domingo en el Mayor no cabía un espectador más: hasta la alcaldesa de Bogotá, instalada al centro de la fila M de la luneta central.
El público aplaude a destiempo porque su nivel cultural no está a la altura del refinamiento que demandan las obras maestras del arte. Para saberlo no hay sino que salir a la calle, donde el desaseo, la inseguridad y la violencia campean por todas partes. Sólo hay que recorrer la Séptima en el centro para presenciar ese mal remedo de Calcuta en que está convertido.
Y uno quejándose de que aplaudan entre movimientos en el Beethoven del Mayor.
Por lo demás, pues consignar que hubo desequilibrio entre el poderoso aparato instrumental de la Filarmónica y un coro, numéricamente no en las mejores condiciones para un resultado equilibrado que hizo lo mejor que pudo. Los solistas, Laura Arias y Daniela Callejas, soprano y mezzosoprano, colombianas, Sergio Blázquez y Noé Colín, tenor y bajo de Méjico, en general cumplieron; no fueron un dechado de refinamiento, pero cumplieron; Tabakov se encargó de proteger hábilmente a la soprano en el sobrehumano y despiadado Si del final de su actuación. Bueno, sería injusto pasar por alto, a la altura de la introducción instrumental del último movimiento, la actuación de violoncellos y contrabajos: el sonido parecía bajar suspendido desde lo alto del cielo raso de la sala: conmovedor.
El concierto, hay qué decirlo, a la altura de las 5:15 de la tarde parecía presagiar lo mejor, con una intensa interpretación de la Obertura Leonora N°3, op. 72b, cuya magia no logró empañar la desatinada actuación de la trompeta fuera del escenario.
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