El vacío de hoy

En el noble oficio de escuchar a las personas y sus problemas, hoy en día queda claro que una gran sensación de vacío está apoderada de muchas de ellas. En otras palabras: una especie de sin sentido de la vida acompaña a hombres y mujeres de nuestro tiempo. Con frecuencia esta realidad está enmascarada con estilos de vida que se mueven entre los éxitos de la vida profesional o laboral y el desorden en las dimensiones más fundamentales de la vida, como la emocional, la familiar, la de la salud y un revuelto espectacular en la espiritual. Además, no poca gente se siente como atrapada por un sistema que le promete gozo y felicidad, pero que al final del día no pasa de ser un fichaje para producir y producir a costa de muchos bienes humanos importantes. Y esto lo siente el más sencillo celador y el más encopetado presidente de multinacional.

No obstante el ritmo frenético de la rutina actual y del poco tiempo libre del que dispone la mayoría de las personas, subyace una sensación de que todo tiene como pies de barro que se pueden deshacer en cualquier momento. Se percibe como una inquietud que es casi miedo ante el presente y ni se diga ante el futuro. No parece que la sociedad construida para estos días sea suficiente para sostener en el hombre contemporáneo su fe y su esperanza. ¿Dónde está la falla? ¿Por qué el terreno fundante de la vida se ha vuelto tan gelatinoso? ¿Hay culpables? ¿Todos lo somos? Como quiera que sea es imposible negar este vacío que por momentos parece una especie de remolino que quisiera devorar toda alegría, toda paz, toda ansia de verdadera realización.

Al tiempo que la sensación de vacío es grande, se hace necesario constatar que hay muchos intentos interesantes de salvar al hombre del sinsentido. Ninguno tiene que ver con gobiernos o instituciones o partidos. La oración como actividad cotidiana, la meditación y la reflexión, la lectura de textos sagrados, los retiros espirituales, el relajamiento físico, un mayor contacto con la naturaleza (aquella que las ciudades no nos dejan ver ni sentir y cuyos ritmos ya desconocemos), son algunos de los caminos que recorren ya numerosas personas para darle sentido a lo que son y a lo que hacen. A veces se me ocurre pensar que estas actividades deberían ser casi que obligatorias en toda institución humana para que el ser humano siga siendo tal. Quizás en todas partes debería existir un oratorio para que el gran Huésped nunca falte en ninguna parte.