Tharaud, el pianista y la orquesta de Champs-Élysées

Foto cortesía Teatro Mayor /José Luis Alvarez y Juan Diego Castillo

La belle époque”, el tema propuesto para el VI Festival internacional de música clásica, 2023, Bogotá es Francia, a juzgar por lo ocurrido en los dos conciertos del Jueves Santo en el Santo Domingo, el del pianista Alexandre Tharaud de las 4:00 de la tarde y el de la Orchestre des Champs-Élysées a las 8:30 de la noche, caló menos en el público que las propuestas de ediciones anteriores. El público no alcanzó a llenar la luneta de la sala y los dos balcones del teatro prácticamente vacíos. Claro, se sabe que eso no ocurrió en todos los conciertos.

Es verdad que el tema era menos taquillero que Mozart o Beethoven, por ejemplo. Pero la idea sí era interesante: “La belle époque”, música escrita en Francia, concretamente en París, durante ese raro remanso de paz entre el final de la Guerra franco-prusiana y el arranque de la I mundial.

Es verdad que la economía empieza a hacer aguas, lo cual eventualmente explica la situación en los conciertos de esta reseña. Sin embargo, aparentemente a quien diseñó la programación el asunto le iba sobrepasando.

La organización de algunos programas fue atinada, en otros confusa y hasta contradictoria con lo planteado, la “Belle époque”. Sobremedidas, por ejemplo, para el pianista canadiense Marc-André Hamelin en el teatro estudio el 5 a las 6:30, cuya actuación voces autorizadas califican de memorable. Pero desfasada, con Ute Lemper a las 8:30 en el Mayor la misma noche: cabaret berlinés entre I y II guera mundiales.

¿Se planteó, por ejemplo, llevar a escena alguna coreografía de los ballets de Diaghilev?

¿Hacer “Pelléas et Mélisande” de Debussy?

Quizá sea pedir demasiado. De acuerdo. Pero convengamos el programador, o curador, como se dice en estos tiempos, acertó y también se equivocó.

Alexandre Tharaud

Su presencia era más que justificada. Porque en este repertorio es una autoridad y, uno de los pianistas más reconocidos internacionalmente.

Tharaud (París, 1968) está precedido por su. De hecho, su presentación en la Luis Ángel Arango en 2005, con Jeux d’eau, valses nobles et sentimentales y Gaspard de la nuit de Ravel, fue memorable.

El jueves abrió con su transcripción del «Prélude à l'Après-midi d'un faune» de Debussy y exhibió su sensibilidad para conseguir trasladar hábilmente al teclado ese tono bucólico del original orquestal y su refinamiento como intérprete. Se las ingenió para usar el «Prélude» como un abrebocas y, sin solución de continuidad o interrupciones de aplausos, recorrer a la manera de una «suite», 5 de los preludios del Libro I, del mismo compositor así: el primero «Danseuses de Delphes», tercero “Le Vent dans la planie”, sexto “Pas sur la neige”, breve pausa, décimo “La Catedral engloutie” para cerrar con el séptimo “Ce qu’a vu le vent d’ouest”. Es verdad que el Steinway de la sala no estaba lo suficientemente bien calibrado para resolver a tope las delicadezas del pianismo debussyano pero, la interpretación fue muy poco ortodoxa, cosa lícita a veces, sin embargo, para citar un ejemplo, ese crescendo a fortissimo de varias f de “La Catedral” no fue lo más logrado y tergiversó el original.

Para cerrar la primera parte, “piezas de salón”, no de la “Belle époque”. Las recorrió tan encantado que ni pareció advertir el insistente celular entre la pieza de Wiener y la de Jekill. Nada memorable.

En la segunda parte, tras una previsible selección de Eric Satie, “3 Gnossiennes” y “1ª Gymnopédie”, por fin se impuso la jerarquía del gran pianista, del intérprete de talla mundial en “Miroirs” de Ravel. Las audacias del Debussy, el baratillo de salón y el apenas correcto Satie pasaron al olvido con el despliegue de autoridad musical que desplegó en ”Miroirs”. Al fin y al cabo, Ravel es su especialidad. Hizo un caleidoscopio con un instrumento, cuyas deficiencias habían generado distracciones hasta ese momento; obviamente alucinante el dominio de los pedales, la limpieza cristalina en la digitación, la seguridad en los ataques. De no ser porque el concepto puede resultar absurdo para Ravel, hasta podría aseverar que Tharaud andaba inspirado.



Teychenne –Gauvin

La Orchestre des Champs-Élysées, precedida de su importante prestigio internacional, así no haya llegado a Bogotá con su titular Philipp Herreweghe en el podio, fue la gran protagonista y artífice del concierto de las 8:30 de la noche, bajo la batuta de la joven británica, Gabriella Teychenné. Solista la canadiense Karina Gauvin, de presencia importante; muy importante en realidad.

Verdadera forjadora y protagonista la orquesta parisina por su refinamiento interpretativo y la categoría de los músicos que seguían bien las indicaciones de la británica. Sobre todo, desplegaban el magisterio de su oficio, con una finura de sonido francamente memorable.

Eso quedó claro desde la obra inicial, “Aux étoiles, Poème nocturne” de Henri Duparc, porque en el mejor sentido de la palabra la orquesta inundó el Mayor con un sonido sensual, delicado, inquietante, a veces pastoso, a veces transparente.

Enseguida cuatro canciones, también de Duparc, para soprano y orquesta. La canadiense Karina Gauvin hizo todos los esfuerzos, los humanos y los sobrehumanos, para que su interpretación hiciera justicia a las cuatro «Mélodies», en su orden, “L’invitation au voyage”, “Chanson triste”, “Phidylé” y “La vie antérieure”, obras maestras donde las haya; procuró por todos los medios que su voz fundiera con la orquesta, que Teychenné dosificaba con mesura, para no ahogar la solista, evitarle esfuerzos en su emisión o ponerla en evidencia. El problema es que los mejores días de Gauvin son cosa del pasado y los esfuerzos de orquesta y directora no fueron suficientes para disimular un «vibrato» ya fuera de control y una voz ya gastada y agotada.

Tras el intermedio regresó la orquesta al escenario para recorrer la «Suite Pelléas et Mélisande» op. 80 de Gabriel Fauré, que tiene el honor de ser la obra maestra de Fauré en el género sinfónico. La versión fue un modelo del estilo y de esas cosas ya dichas: refinamiento, sutileza, pasajes evanescentes, sonoridades vaporosas, en fin, todo eso que, a falta de otra palabra es, para unos simbolismo, para otros impresionismo y, para todo, música de primera calidad. Eso sí, con aplausos del entre movimientos pese a la reticencia de la británica de girar en el podio para recibirlos. Pero el público no se dio por enterado. Andaba el respetable que se aplaudía, hasta iban aplaudiendo al atrilero.

Para cerrar, cuatro de los “Chants d’Auverne” de Joseph Canteloube, que son de los años 20, más en la línea de la etnomusicología a la francesa que de “La belle Époque”; pero, bueno, tampoco hay que ser tan dogmáticos. De nuevo lo mismo: lucimiento de la orquesta y esfuerzos sobrehumanos de la soprano Gauvin para llevar la música a buen puerto u se permitió ciertas libertades de histrionismo que el auditorio recibió encantado. Bueno, con la belleza legendaria del “Báïlèro” Gauvin logró comunicar que estaba disfrutando a tope su actuación, el público feliz y mucho aplauso.

Sin embargo, el verdadero triunfo no fue para la solista sino para la orquesta.