Contra lo que se pensó hace tres años que ocurriría, porque en España todo 'affaire' se olvida en pocas semanas para ser sustituido por algo 'más gordo', la salida de España de Juan Carlos I hace casi tres años para irse a vivir a Abu Dabi permanece como una permanente y viva anomalía política. Si, para colmo, el llamado emérito, sin duda ya la figura más polémica en la historia de la España democrática, viene 'por sorpresa' al país en el que ocupó la Jefatura del Estado durante cuarenta años, sin siquiera consultar la cuestión con su hijo el Rey Felipe VI y, encima, llega en pleno combate preelectoral, la cuestión adquiere un elevado voltaje. La Corona no puede, en momentos en los que todo, o casi todo, está cuestionado y sometido a debate, verse involucrada en una polémica, y menos en una familiar de esta envergadura.
Algo marcha mal en este terreno, precisamente cuando las figuras de Felipe VI y de su esposa, la reina Letizia, alcanzan cotas de popularidad que para sí las quisieran los políticos mejor acogidos por los sondeos de opinión. El viaje de Juan Carlos I para participar en una regata en Sanxenxo, sin siquiera, a lo que parece, haber prevenido a La Zarzuela, es, en estos momentos, "inoportuno". Así, dicen, lo piensan tanto en la irritada Casa del Rey como en el Gobierno, donde saben que la incómoda llegada del emérito hará renacer las tesis de que su salida de España, el escándalo de sus irregularidades, fueron mal gestionados, tanto desde La Zarzuela como desde La Moncloa. Y aquí, en lo que esta semana puede ocurrir, están las pruebas.
Juan Carlos de Borbón no es un ciudadano cualquiera que puede hacer lo que le parezca, aunque legalmente sea así: se debe a la institución que ahora encarna su hijo. Y Felipe VI no puede seguir permitiendo que se ofrezca la imagen, derivada de las malas relaciones de su entorno con el de su padre, de un enfrentamiento familiar que puede traer serias consecuencias para la Corona, especialmente si Juan Carlos falleciese fuera de su patria y en tierras tan extrañas como los emiratos.
Es preciso un cambio de interlocutores en ambos entornos para que, al menos, se solventen problemas de protocolo -que es siempre la mayor fuente de conflictos entre los humanos- tan graves como que el emérito sea eventualmente recibido por Macron y por Carlos III de Inglaterra y no se encuentre siquiera con su hijo en Madrid. Es urgente que Juan Carlos I encuentre ya acomodo en España, independientemente de sus deseos de mantener su fácil vida en Abu Dabi; y, para ello, lo más necesario es que los círculos próximos de padre e hijo se entiendan, al menos dialoguen en profundidad.
Juan Carlos I no podría reclamar honores y reconocimientos que probablemente ha perdido por su propia culpa. Ni tampoco comportarse como un niño travieso que, amparado por amigos como el regatista Pedro Campos, puede hacer lo que le venga en gana. Pero, al mismo tiempo, creo que tiene derecho a residir pacífica y confortablemente en el país en el que reinó durante cuatro décadas. Ese país inquieto, bullicioso y hasta cierto punto inestable, en el que se va a librar una importante batalla electoral que condicionará muchas cosas en el futuro.
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