Fue Josef Hofmann quien, a propósito de su muerte, ocurrida en Beverly Hills, Los Ángeles, el 28 de marzo de 1943, acuñó la frase: “Rachmaninov era de acero y oro, sus brazos eran de acero, su corazón de oro”.
Fueron íntimos amigos y seguramente los más grandes pianistas de su tiempo. Rachmaninov no ocultaba la admiración que profesaba por su colega polaco, tres años menor. Pero no se llamaba a engaños al momento de juzgarse a sí mismo: cuando el crítico Henry Pleasants le preguntó a quién consideraba el mejor pianista vivo, no se apresuró, lo pensó por un momento y respondió: “Bueno, está Hofmann”, tras unos instantes miró fijamente al entonces muy joven musicólogo, añadió “y estoy yo”. Así dio por terminada la conversación.
En esa respuesta, que no debería ser juzgada a la ligera, está presente la personalidad de Sergei Vasilievich, directa, lacónica, sin rodeos para expresar lo que pensaba, pero también profundamente sincera. Porque si bien es cierto, además de grandes amigos, es un hecho que, personal y artísticamente, los separaba por un abismo insondable.
Por supuesto Rachmaninov debía tener la certeza de su genialidad y si escribió uno de los capítulos más gloriosos de la historia de la música, lo hizo por una especie de selección natural, no porque hubiera buscado la fama o el dinero, que los tuvo a rodos.
Tocaba el piano por necesidad y pensaba que la presencia del auditorio era imprescindible para lograr el milagro del arte. Componía porque no encontraba otra manera de manifestar la efusividad de su temperamento que, llevando al papel pautado, expresaba la fogosidad de su temperamento, ruso hasta los tuétanos, como unos años antes habían dicho de su adorado Tchaikovski. Y dirigía orquesta porque tenía el talento para hacerlo y era demoledoramente crítico de cómo lo hacía la mayor parte de sus colegas.
La infancia del genio
Aunque existe cierta duda sobre el lugar exacto de su nacimiento, los historiadores dan por sentado que ocurrió en Semionov, el 1 de abril de 1873. Es decir, hace 150 años, en el seno de una familia de la aristocracia, con serios antecedentes musicales. Tan serios como que el abuelo estudió con el legendario pianista irlandés John Field, inventor del “Nocturno” y Alexander Siloti, pianista de renombre europeo y protegido de Tchaikovski, era su primo hermano por línea materna.
Su madre, Lyuvov Petrovna Butakova, fue quien se dio cuenta de que, además del llamado oído absoluto era niño prodigio y poseía una memoria musical asombrosa, que no lo abandonó jamás: oír una obra, registrarla en su cerebro y trasladarla al teclado inmediatamente era lo normal; lo excepcional era que podía volver a tocarla, sin errores ni equivocaciones, diez o quince años después.
Los años de formación
Un poco por necesidades económicas y para facilitar la formación del niño de diez años en el conservatorio, la familia se trasladó a San Petersburgo. Un par de años después, por sugerencia de Siloti, se hizo alumno de Nikolai Zverev, un personaje que parecía salido de una novela de Tolstoi: sus discípulos se trasladaban a vivir a su casa, donde la vida cotidiana era una mezcla de formación musical y educación, con ingentes dosis de lecturas literarias, habilidades sociales, aprendizaje de modales aristocráticos, ir al ballet, la ópera y el teatro.
Adicionalmente tomaban parte en las fabulosas fiestas que ofrecía Zverev, frecuentadas por la nobleza y la intelectualidad de Moscú donde los muchachos tocaban para los invitados. En esas reuniones conoció a los hermanos Rubinstein, árbitros de la vida musical rusa y a Tchaikovski que, deslumbrado, le auguró un futuro glorioso.
Lo cierto es que buena parte de los mejores pianistas de Rusia habían pasado por las manos de quien consideraba que dedicarse a la composición era desperdiciar el talento pianístico. El maestro resolvía cuándo los muchachos estaban listos para salir al mundo, bien para iniciar su vida como concertistas o trasladarse a uno de los dos grandes, y únicos, conservatorios de Rusia en ese momento: el de Moscú o el de San Petersburgo.
Primera muestra de independencia: ante la imposibilidad de practicar la composición, abandonó la academia pese a ser, junto con Alexander Scriabin el más talentoso del grupo, para matricularse en el conservatorio de Moscú, donde se hizo alumno de Arensky y Taneyev e ingresó a la clase de piano de su primo, Siloti, que había estudiado con Liszt.
En el conservatorio se convirtió en el más prometedor de los estudiantes de composición y el mejor de los pianistas.
Primera Sinfonía, años de depresión y Concierto nº2
Cuando el panorama se mostraba promisorio, cuando era el más talentoso, cuando se hablaba del inminente estreno de su ópera Aleko, vino el primer revés y probablemente el más importante de toda su vida, paralelo con el peor negocio de su existencia.
En 1892 escribió un Preludio para piano en Do sostenido menor, que vendió a un editor por la irrisoria suma de 40 rublos. Siloti lo estrenó en Londres con un éxito gigantesco.
A la vez terminó su Sinfonía en Re menor en 1895, cuyo estreno ocurrió dos años más tarde. El estreno fue un fracaso, acrecentado por la feroz crítica de Cesar Cui, miembro del círculo de compositores nacionalistas conocido como “Los cinco”. Cui más que criticar la sinfonía se ensañó con el joven compositor y consiguió sumirlo en la depresión.
Abandonó la composición y cerró la tapa del piano porque perdió lo único con que había contado desde los años de su infancia en Semionov: seguridad en sí mismo.
Cuando tocó fondo aceptó someterse a una especie de tratamiento psiquiátrico con Nikolai Dahl, un moscovita que lo sometió, diariamente a una especie de rutina de hipnosis y autosugestión. Recostado en el diván, Dahl lo hipnotizaba y le repetía, como una letanía: “Usted compondrá su concierto, usted compondrá su concierto, su concierto será excelente”.
Dicho y hecho, renació de sus cenizas, llevando en su mano la partitura de su Concierto nº2 en Do menor para piano y orquesta, op. 18, que estrenó él mismo, el 2 de noviembre de 1900, con Siloti en el podio de la dirección. El concierto se hizo inmensamente popular en el mundo entero, con una acogida que no le ha abandonado hasta el día de hoy, porque es uno de los grandes caballitos de batalla del repertorio.
Inició su carrera como pianista, a la manera del pasado, interpretando su propia música.
Cuando debutó en Londres, para su sorpresa, descubrió que era famoso por cuenta del famoso “preludio” de los 40 rublos, que se convirtió en una especie de maldición: inexorablemente, a lo largo de toda su vida tuvo que tocarlo en todos sus conciertos, la editorial que lo compró amasó una fortuna y él, el compositor, no recibió un solo centavo de regalías.
Cuando estalló la revolución del 17, no por convicción política, sino por razones prácticas, porque necesitaba de tranquilidad absoluta para estudiar y componer, abandonó su país.
En ese momento cayó en cuenta de que había abandonado la música de otros compositores. Entonces, casi con 45 años, empezó de cero, volvió a estudiar para hacerse el repertorio de un pianista profesional. Con Beethoven, Chopin, Schumann, Liszt, un par de obras de Bach y de Mozart, unas “variaciones” de Händel, música rusa y su propia música inició su carrera por el mundo.
Pianista en escena
Su presencia emanaba una autoridad sin precedentes. Observaba al público con una mirada de hielo mientras en el auditorio flotaba la sensación de que ese hombre, de altura imponente, estaba por derecho propio entre los inmortales del piano. Los rasgos de su cara, que sugerían algún ancestro de las estepas de Siberia se acentuaban por el corte de su pelo, casi al ras, más propio de un convicto que de las melenas que, desde tiempos de Liszt, ostentaban los virtuosos.
Cuando se sentaba al piano, apenas se inclinaba un poco sobre el teclado, el sonido que lograba, dice Harold Schonberg, era broncíneo. En el aire flotaba la sensación de que esa experiencia estaba teñida de infalibilidad; la ejecución era inequívocamente precisa, el sonido transparente y la precisión absoluta. Rítmicamente hablando, el pulso estaba completamente bajo control, pero dentro de los compases, como heredero que era de la tradición romántica, exhibía una asombrosa libertad.
Al contrario de la casi totalidad de sus colegas, fue uno de los primeros abanderados del respeto por la nota escrita y esperaba lo mismo de quienes tocaban su música. Sus sucesores no tuvieron ora alternativa que imitarlo, porque se convirtió en una referencia del buen hacer musical. En buena medida fue uno de los precursores de la moderna interpretación del piano.
Rachmaninov creador
Como compositor creó óperas que poco a poco han encontrado su nicho en el repertorio, especialmente de los teatros eslavos.
Se sacó la espina del fracaso de Sinfonía nº1 con la nº2, que tiene asegurado un lugar seguro en el repertorio de las orquestas. También, aunque en menor grado, su Poema sinfónico La isla de los muertos.
La popularidad de su Rapsodia sobre un tema de Paganini es indiscutible y buena parte de su obra para piano solo es repertorio obligado de todo pianista que quiera ser tomado en serio. Su Concierto nº4 es favorito de pianistas de renombre.
Pero, por encima de cualquier reflexión, legó a la posteridad su Concierto nº3 en Re menor, op. 30, sueño de todo aquel que quiera seducir hasta el delirio al auditorio, especialmente cuando el mismo está al tanto de que se trata, probablemente, del concierto más difícil de todos, en el que el solista toca más notas que en cualquier otro, pero sobretodo porque la música posee una efusividad y una carga emocional tan intensa, especie de embrujo pasional y pianístico, que atrapa y convence con la misma intensidad que debieron tener las sesiones del doctor Dahl cuando lo sacaba de las profundidades de su depresión.
Musicalmente hablando Sergei Vasilievich no fue un revolucionario. Eso no se lo han perdonado los estudiosos y académicos que le censuran haber recurrido a elementos de la tradición del s. XIX y haberse constituido en una especie de continuador de la estética sentimental de Tchaikovski, en lugar de seguir, por ejemplo, las audacias de Musorgsky o las ideas revolucionarias de su contemporáneo Scriabin.
Pese a sus malquerientes, que son legión, salvo Tchaikovski y Stravinski, es el más interpretado de los compositores rusos. También del favor del público, que a la hora de la verdad es el que manda y lo favorece.
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