Los niveles de corrupción de un país difícilmente son una certeza para quienes no establecen estudios sobre el tema ni pueden hacer medición alguna. En ese sentido, no pasan de ser percepciones subjetivas, como lo es también el tema de la seguridad. Por eso, hay personas que afirman que Colombia es uno de los países más corruptos del mundo, a pesar de que en un barómetro como el de Transparencia Internacional, que mide este tema en 180 países, siempre aparecemos cerca del puesto 90, o sea en toda la mitad de la tabla; lejos de los mejores, lejos de los peores.
Y sí, es cierto que en los medios de comunicación se habla con frecuencia de casos de corrupción en todo el país, de ollas podridas que se destapan dejando ver robos descarados en donde se esfuman recursos que deberían aliviar muchas penurias. Un desangre que suele calcularse en 50 billones al año, referidos exclusivamente a aquellos montos que se desvían hacia bolsillos particulares y no llegan a satisfacer ninguna necesidad pública.
No obstante, pareciera que los colombianos no están hartos solo de la corrupción de ollas podridas, sino que se encuentran muy inconformes con la calidad del gasto estatal, pues no todo lo que es legal puede considerarse legítimo ni transparente. Es por eso que el tema del salario de los congresistas es tan sensible, máxime cuando tanta sal se ha echado en la herida con los intentos fallidos por reducirlo o congelarlo, arrastrando los jugosos salarios de miles de funcionarios oficiales que están atados a los emolumentos de los ‘Padres de la Patria’.
Es ahí donde vienen las comparaciones odiosas sobre lo que ganan los parlamentarios en Suecia y el reducido número de curules en Madagascar. Sobre países donde no se derrocha en asistentes, oficinas, computadores, camionetas y celulares. Donde el foro parlamentario es el mismo desde los tiempos de Churchill y los representantes del pueblo tienen que martirizar sus escuálidos traseros en incómodos bancos de dura madera mientras los salones de nuestro Capitolio Nacional están dotados de mullidos asientos y computadores en cada curul que hacen ver tan sagrado recinto como el call center de una empresa de taxis.
En septiembre de 2020, los italianos aprobaron un referendo para recortar 345 escaños de ambas cámaras del Congreso, un tercio del total, con el fin de ahorrar 1.000 millones de euros en 10 años. Y en Chile, el pasado mayo, Piñera bajó los salarios de los altos funcionarios del Estado, incluyendo el suyo (presidente, gobernadores, ministros y parlamentarios), para usar esos recursos en la atención de la pandemia. Aquí, en cambio, ocurre lo contrario: la Corte Constitucional tumbó el decreto que imponía un impuesto solidario del 10% a los sueldos y pensiones oficiales de más de 10 millones mensuales, cuyo objeto era ayudar al sustento de las familias en este trance. Y, hace poco, el presidente firmó el decreto 272 de 2021 (marzo 11) mediante el cual se aprueba una prima de entre el 30% y el 60% del salario para magistrados de todo orden; es decir, para miles de funcionarios cuya labor deja mucho que desear, tanto que el desprestigio de la justicia es enorme, y todo en media pandemia y justo cuando se cocinaba semejante reforma tributaria.
Luego, no es difícil concluir que el colombiano se siente esquilmado, ordeñado. Y no con el fin de mejorar los servicios que provee el Estado sino para multiplicar los gastos suntuarios, las cosas innecesarias. Los colombianos sí quieren ser solidarios, pero con lo que ya aportan, reordenando el gasto: menos ministerios, menos embajadas, menos funcionarios, menos consejeros. Hay que leer los signos de advertencia: una reciente encuesta dice que el 27,4% señaló la corrupción como el problema más grande del país, mientras el 13,8% mencionó el desempleo, el 9,4% la inseguridad, el 9,1% el coronavirus y el 7,6% la economía.
@SaulHernandezB
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