El mundo necesita unirse y reunirse para solucionar los muchos trances que nos acorralan. Todo ello, hemos de hacerlo de manera conjunta y dialogada. Ciertamente, acortadas las distancias entre nosotros, nos falta fusionar culturas hasta hermanarse; porque, si en verdad queremos prevenir inútiles contiendas y preservar lo armónico, hay que reorganizarse, rehacerse y renacerse como humanidad reconciliada.
Sea como fuere, debemos pasar página y reforzar la confianza entre nosotros. En consecuencia, alistamos una necesidad de que la ciudadanía se halle a sí misma y todo se ponga a su servicio, mediante el activo de una cultura inclusiva y de justicia, igualitaria, que dignifique a todo ser humano, cualquiera que sea su creencia, raza, sexo, posición económica u otra condición.
Ya está bien de tantos desprecios discriminatorios hacia nuestros análogos. Ha llegado el momento de cobijar y auxiliarse, de enfundar las espadas de los unos contra los otros, de establecer el lenguaje del respeto ante todo y, sobre todo y en todas partes, de recuperar la gratuidad como abecedario de una globalizada civilización del encuentro, y no del encontronazo, ni de la venganza. Sin duda, toca ensanchar el corazón para poder vivir una vida más profunda; y, de este modo, reencontrarse con el vínculo de la amistad y la apertura hacia nuestros semejantes, desde la más genuina libertad y en un ambiente seguro de su persona.
También se requiere de otro mundo más activo con la vida de todo ser humano. Ninguna energía puede eclipsarse a nuestros ojos. Aquí también nos falta agrandar el alma, pues corrompida la civilización humana, nada tiene sentido, ni armoniza. Desde luego, tenemos que entender la vida de otro modo más condescendiente, incluidas nuestras propias relaciones, pues han de tener otro espíritu más generoso.
La guerra de los poderosos contra los débiles es algo absurdo y arcaico. Debemos de superarlo de una vez por todas. Somos una generación pensante. Pues humanicemos ese pensamiento. Por desgracia, si la eliminación de la vida naciente o terminal suele enmascararse de falsedades y egoísmos, los que viven en pleno desarrollo de sus potencialidades, tampoco lo tienen fácil bajo esta degradante atmósfera, de tenebrosa ceguera moral. Hace falta, como el comer, el injerto de una ética que ponga en valor la vida en todas sus etapas. Me niego a que la cultura de la muerte nos gobierne. Somos un ser viviente en movimiento, de ascendientes y descendientes, con el convencimiento de que nadie es un despojo. Aún hay muchos países que desconocen las causas de enfermedad y muerte de su población. Indudablemente, esto constituye un problema a la hora de evaluar el impacto de las políticas sanitarias y de asistencia.
Escritor - corcoba@telefonica.net
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