Es difícil imaginar un gobierno peor que el de Gustavo Petro, que se debate entre fracasos, escándalos y absoluta ineficiencia. El paso de sus proyectos por el Legislativo no ha podido ser más triste; casi todos se cayeron aun repartiendo mermelada a rodos. Pasaron una reforma tributaria innecesaria y lesiva para la economía, un plan de desarrollo al que le motilaron casi todas las facultades extraordinarias solicitadas por Petro, un nuevo Código Electoral que podría caerse en la Corte Constitucional y una adición presupuestal que va a servir para comprar muchas conciencias, entre otras iniciativas.
También pasó en primer debate la nociva reforma a la salud, pero se tambalea. Igualmente, sigue viva la reforma pensional, que implica el robo del ahorro de los colombianos. En cambio, y por fortuna, se cayó la patética reforma laboral mientras la ministra, que había dicho que esa reforma no iba a crear empleo, andaba de paseo en el extranjero. Nada que pueda echársele en cara pues, en diez meses, Petro ha realizado veinte viajes en los que no ha hecho más que llegar tarde a todas partes y decir majaderías, como esa de lamentar la caída del Muro de Berlín. ¿Qué dirían, si lo oyeran, los millones de alemanes que quisieron escapar de esa ignominia?
Pero los fracasos hasta se le perdonan. Criticar como lo hacía cuando era opositor es fácil, gobernar es lo difícil. Lo que sí terminará por pasarle factura son los escándalos, el pan de cada día de un gobierno que ya tiene hasta muerto. Porque, si bien es cierto que la Fiscalía ha demostrado ser independiente de la administración Petro, el suicidio del coronel Dávila sigue suscitando muchas dudas y pone de manifiesto que en Palacio se cocinan cosas muy malucas: nadie se suicida por una uña enterrada.
Si bien al coronel Dávila lo preocupaba perder su apartamento para pagar su defensa y el pasar varios años en la cárcel, no parece normal que un suicida se ponga a la orden de la Fiscalía para adelantar la investigación; que consiga y entregue 50 millones a un abogado para iniciar la defensa; que despida familiares en el aeropuerto con toda tranquilidad; que hable calmadamente con una periodista y le diga que no le puede contestar porque lo ‘acaban’; que comente con un pariente, con alegría, el hallazgo de los niños perdidos en la selva; que media hora antes de darse un tiro vaya a la casa de un familiar a hacerle un favor. En fin, sin duda hay muchas cosas que no sabemos, y acaso ni sospechamos, por las que lo acabaron.
Ya en todas las encuestas la desaprobación de Petro ronda el 60% y su aprobación, el 30%. Dos de cada tres colombianos están en desacuerdo con la manera como está gobernando. En las calles, el apoyo de antes es historia, sus lánguidas marchas están alimentadas por funcionarios públicos y estudiantes obligados. Con todo, ya no llenan calles ni plazas. Ante marchas opositoras muchísimo más robustas, al gobernante no le queda más que desprestigiarlas: ‘No salieron señoras de los tintos’, ‘Eran arribistas de clase media-alta’, ‘Son como esos que no querían acabar la esclavitud’.
Hasta el dólar perdió el miedo y va en picada. Los inversionistas ya no creen a Petro capaz de implementar las delirantes y destructivas reformas de su cacareado ‘cambio’, y la prensa internacional coincide en que el gobierno de Petro se ‘descarriló’ y que se pasará los tres años que le quedan defendiéndose.
Ojalá así sea, pero no puede cantarse victoria cuando un personaje de esta calaña prepara maniobras perversas como las ‘asambleas populares’ para acabar con una democracia que tiene muchas fuerzas enemigas unidas bajo el ala del petrismo. Un rufián no juega si no tiene ases bajo la manga.
@SaulHernandezB
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