* 30 años de un hecho histórico
* El legado de Álvaro Gómez
Al cumplirse los 30 años de la proclamación de la Carta de 1991 no nos cabe duda de que es el hecho histórico por excelencia de las últimas tres décadas en Colombia. En efecto, todavía resulta providencial, en un país que tiene dificultades mayúsculas en lograr puntos de encuentro para resolver sus problemas, que a partir del disenso natural de la democracia se hubiera llegado, asimismo, a un consenso alentador en virtud de la discusión civilizada con el fin de generar un nuevo arquetipo constitucional en cosa de seis meses.
Fue, pues, a raíz de figuras cimeras, como la de Álvaro Gómez Hurtado, que se pudieron implantar reformas que se habían sepultado por parte de la Corte Suprema de Justicia, dando al traste de modo insólito y bajo la lupa de inocuos vicios de forma, fruto de una escuela procesalista inconducente, con la modernización de la Constitución de 1886. Esa actitud insólita había determinado, desde luego, un bloqueo del sistema político colombiano, no solo llevándolo a la parálisis, sino a la sin salida en muchos de los aspectos nacionales.
De hecho, ese escenario inamovible contaba, por lo demás, con el nefando estímulo de recurrir normalmente a las leyes marciales para expedir, con base en ellas, legislación de cualquier tipo, sin el debate de rigor en la formación democrática de la ley. No solo, entonces, se trataba de una grave anomalía del Estado de Sitio, sino que en buena medida se había dado curso a una cultura política enferma derivada del uso excesivo del estatuto marcial, no solo para conjurar los temas de orden público. También y sobre todo para usar ese mecanismo, supuestamente excepcional, en la creación de las normas cotidianas delegándolo todo en el Ejecutivo, en una atrofia que, sin embargo, se presentaba dizque como una expresión natural de las instituciones colombianas.
De tal modo, el Congreso actuaba más bien de convidado de piedra. A tal punto que no solo aceptaba con diligencia esta erosión de sus atribuciones, sino que a menudo también se desprendía de sus funciones a través de facultades legislativas temporales a la rama ejecutiva. De esta manera no era, pues, de extrañarse que la actividad parlamentaria prosperara en medio de la modorra y el ausentismo, como un organismo exclusivamente dedicado a mantener las clientelas y a aceitarlas de cuenta de los protervos auxilios parlamentarios, entre otros factores de corrupción, que era la fórmula perversa inventada para que se expidiera el presupuesto nacional sin mayor discusión y se diera pronta aprobación al pequeño remanente legislativo que no era posible emitir dentro de las nocivas delegaciones antedichas.
Fueron los jóvenes de entonces, ciertamente, quienes se rebelaron pacíficamente contra esa placidez corrupta y exasperante y a partir de ello se produjo el viento de cola favorable que permitió un cambio drástico en el devenir del país. Y a partir de ello recuperando el sistema democrático de la prisión a que lo habían sometido a cuenta de la desdichada emasculación de la Carta de 1886. Porque no era ciertamente esa Carta el problema, sino la manera como la habían horadado los retardatarios y enemigos de las reformas, en una época rutinarias, congelando la democracia en un exabrupto funcional y jurídico sin precedentes.
De suyo, una de las últimas iniciativas bajo la órbita de la Constitución de 1886, que fue la elección popular de alcaldes, ideada y presentada por Álvaro Gómez para oxigenar la cerrazón democrática, tuvo la férrea oposición de los sectores mayoritarios del Congreso, que se decían liberales, y que se salvó de milagro de la tradicional caída de los cambios institucionales en la Corte Suprema. Para revertir esa extravagancia hubo, incluso, de privarse a esa entidad endogámica de hacer el control sobre lo actuado en la Asamblea Nacional Constituyente, ya que en un repentino acto de contrición había autorizado su convocatoria, solo por un voto y pese a haber sido citada bajo la formulación inicial de las leyes marciales.
A partir de ello se pudieron incorporar muchas de las reformas pendientes, en especial las propuestas por el mismo Álvaro Gómez: la Fiscalía General; la planeación económica obligatoria para el Estado e indicativa para la iniciativa privada; un sistema gerencial para la justicia; directrices férreas contra la agobiante tramitomanía estatal; el paso de la elección de alcaldes a la de gobernadores; la creación de los jueces de paz; el cambio del propio Estado de Sitio por estados de excepción temporales que era una vieja idea suya, entre otras propuestas.
Asimismo, y como bien lo dice el constituyente del Movimiento de Salvación Nacional Juan Carlos Esguerra en la entrevista de ayer a este diario, se tomaron de fundamento las Constituciones de 1949 y 1978, de Alemania y España, ampliando considerablemente los derechos fundamentales que contenía la de 1886 y dando curso a su aplicación inmediata en caso de no haber recurso correspondiente. No en vano, en la misma medida, el país inauguró el Estado Social de Derecho y en esa dirección también se incorporó una amplia legislación ecológica y de desarrollo sostenible.
Ahora bien, no por los éxitos de la Constitución de 1991 puede decirse que ella es intangible. Por supuesto una Asamblea Constituyente, que por desgracia hoy es casi un imposible bajo las normas vigentes, no deja de ser un anhelo. Mucho más cuando el Congreso ha sido inferior ante las ingentes reformas que se requieren. Y esa es la alerta que de nuevo toca a puerta.
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