* Sueldos de 43 millones de pesos
* ¿Un pacto de silencio por las dietas?
Se había dicho de todas las maneras posibles que los parlamentarios, tanto durante la pandemia como después de ella, se bajarían sus salarios para quedar a tono con las realidades del país y gozar de unos emolumentos razonables. Una y otra vez las bancadas presentaron innumerables proyectos a fin de lograr esa rebaja y mandar un mensaje alentador a la opinión pública que nunca prosperó.
De hecho, uno de los temas esenciales de la última campaña, hace poco más de un año, fue precisamente ese ajuste salarial a la baja, a lo que la gran mayoría de aspirantes y hoy congresistas adhirieron sin reservas. Incluso, parte primordial de su actividad proselitista se debió a esa oferta que votantes de toda índole vieron con buenos ojos. Podría decirse, en buena medida, que se dio un verdadero plebiscito, dando por descontado que se actuaría en consonancia con lo propuesto a los electores.
Ahora resulta que no. Por el contrario, antes que descender, con el aumento decretado por el presidente Gustavo Petro, el salario de un congresista llegará a la cifra de 43 millones de pesos (14,62% adicional sobre 2022 o cinco millones y medio de pesos más). Es decir, alrededor de 40 salarios mínimos mensuales por congresista, retroactivos al primero de enero. Y con ello, por supuesto, también el incremento salarial en las Unidades de Trabajo Legislativo (UTL), o sea, los auxiliares y asistentes, que llegó a una cifra global de cerca de 60 millones de pesos mensuales para disposición de cada parlamentario y a repartirse entre un mínimo seis a un máximo de diez servidores. Más o menos 2.950 funcionarios para 295 congresistas.
De este modo, en lugar de bajar los salarios de los 35 millones que tenían los parlamentarios, o de congelarlos como fue propuesto en su oportunidad, se dio aquel salto de garrocha salarial contra todo lo que se había dicho en campaña. Esto sin contar, además, con los beneficios adicionales en razón del cargo.
Por su parte, cuando se comparan estas cifras con los demás países del mundo y en especial de la América Latina, la situación es abiertamente desequilibrada. En naciones de mucho mayor poder adquisitivo como Alemania, Italia o España, los emolumentos son menores. Y si se observan los rubros en nuestro vecindario regional, la diferencia es abismal y todavía más en términos de la cantidad de salarios mínimos mensuales devengados (como mínimo un promedio de 10,000 dólares). De suyo, uno de los países donde los congresistas tienen los salarios más bajos es Brasil, la principal economía de Iberoamérica. En cambio, Colombia tiene el campeonato de los más altos.
El punto en cuanto a los emolumentos parlamentarios en nuestro país radica en que la fórmula establecida en la Constituyente de 1991 permitió que los salarios alcanzaran cifras descomunales, jamás previstas en los montos proporcionales de hoy. Si bien se intentó una redacción más concisa a la adoptada en 1983, la fórmula sobre los cambios en los salarios de la administración central fue disparando las asignaciones del Congreso, hasta el espiral de hoy. Fue un error no haber adoptado la idea, que en principio tuvo buena acogida, de asignar un número fijo de salarios mínimos mensuales en vez de recurrir a promedios que no han hecho más que encarecer la actividad, ahondando las desigualdades sociales, de las que tanto hablan que van a terminar. En la Constituyente se propuso que fueran 25 salarios mínimos, que resultaría más equilibrado con las realidades del país. Incluso, no se hizo así porque se pensó que un índice de esa magnitud podía evaluarse como desproporcionado.
Para 1991, por ejemplo, un congresista ganaba alrededor de 14 salarios mínimos mensuales. En la actualidad ese umbral ha subido en cerca de un 300 por ciento. De hecho, hace diez años un parlamentario ganaba alrededor de la mitad del sueldo de hoy, cuando el país estaba boyante. También es de tener en cuenta que corresponde al Contralor, elegido por el Congreso, hacer el promedio ponderado para el aumento de los salarios parlamentarios y que sus propios emolumentos dependen de esto, al igual que otros funcionarios. Y no solo eso. Semejante espiral ha llevado a que el mismo fenómeno se repita en diputaciones y concejos. Así, la política se volvió, no un servicio comunitario, sino una profesión (por desgracia poco reputada).
Establecer constitucionalmente un número razonable de salarios mínimos mensuales, para los congresistas, es lo adecuado. El resto es ampararse en una fórmula furtiva que nunca se conoce, ni tiene el debido debate en el Congreso (cual se hacía antes con las dietas parlamentarias), erosionando la democracia como si fuera una piñata. El asunto merecería una plenaria, si es verdad que hay congresistas que se afligen con esta situación. Nos tememos que no será así.
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