Fue en 1823 cuando James Monroe dijo, por primera vez, que Estados Unidos necesitaba una política exterior hacia América Latina. Los poderes europeos, rearmados o en etapa de ascenso, buscaban reconquistar las nacientes repúblicas americanas. Rusia miraba allende de sus fronteras pensando en conquistar Oregon, mientras que Francia e Inglaterra se disputaban el dominio del Caribe y otras zonas del norte de América.
“A nuestros hermanos del sur en los continentes americanos”, decía el presidente Monroe, “hay que protegerlos de las interferencias europeas”.
Nacía entonces la Doctrina Monroe, que este año cumple 200, y ha sido usada para toda clase de proyectos, objetivos y discursos. Hay presidentes norteamericanos que la han promovido para intervenir en países latinoamericanos. Esto en el plano material, ya que muchos otros en América Latina la han citado para lanzar consignas antimperialistas. Resulta una de esas palabras, como neoliberalismo o democracia, que cuesta darle un significado único. Son todo y nada.
La Doctrina Monroe, sin embargo, muestra una interesante historia de dos siglos de convergencias y rupturas sobre la relación entre Estados Unidos y los latinoamericanos.
Democracia y región
En el grupo de secretarios del presidente Monroe estaba John Quincy Adams, hombre de letras, que descendía del valiente John Adams, un héroe de la Independencia de Estados Unidos. Para Adams, en ese entonces Secretario de Estado, el tema era: ¿Cómo hacerle frente a la inestabilidad que supondría que una potencia europea tuviera control territorial en las nacientes repúblicas americanas?
La primera respuesta, como dice el académico norteamericano, Robert. A. Pastor, en el libro “Exiting The Whirlpool: U.S. Foreign Policy Toward Latin America”, fue que Estados Unidos no iba a permitir que los poderes europeos hicieran presencia en Latinoamérica.
Monroe pasaba largas horas discutiendo con Adams y Henry Clay, el portavoz de la Cámara de Presentantes. Clay creía firmemente que Estados Unidos debía “apoyar la revolución democrática en todo el mundo”. Era un convencido que los valores republicanos de la Primera Enmienda no sólo eran fundamentales para gobernar su país, sino que debían ser la base de la política exterior norteamericana.
Con dudas, Adams oía sus argumentos. El secretario de Estado temía que Estados Unidos dispusiera muchos recursos en proyectos expansionistas cuando estaba en construcción un exitoso país cuya soberanía nacional se veía amenazada por los imperios europeos. La Santa Alianza (Rusia, Prusia y Austria) quería invadir las tierras de la costa pacífica, sobre todo Oregon, sin olvidar que la venta de Louisiana y otros estados anteriormente de propiedad de los franceses, había sido un golpe para el espíritu imperialista de Napoleón III. Había, entonces, que proteger las fronteras, sentenciaba Adams.
Las dudas de Adams no sólo recaían en su país. Para él, Estados Unidos debía mantenerse al margen de Latinoamérica por, decía el secretario de Estado, la poca probabilidad de que existan en la región gobiernos democráticos. En ese tiempo, Simón Bolívar venía hablando de una monarquía constitucional, al tiempo que empezaban aparecer los caudillos, como José Antonio Páez y Juan Manuel Rosas, en toda la región.
Generoso con los dos, el presidente Monroe buscó un punto medio y planteó que la “doctrina de las dos esferas”. Estados Unidos debía proteger sus intereses geopolíticos en Latinoamérica, pero sin expandirse a todo el mundo como proponía Clay. Para hacerlo, a pesar del escepticismo de Adams, debía promover la democracia, que era entendida como la realización efectiva de elecciones (el voto no era universal).
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Evolución
A lo largo del siglo XIX y comienzos del XX, la Doctrina Monroe se puso a prueba con episodios como la invasión de Napoleón III a México, donde instauró un reinado liderado por Maximiliano de Habsburgo (1864), hasta la guerra de Independencia de Cuba (1902), que puso fin al Imperio Español en América Latina. Estados Unidos veía cómo las potencias europeas continuaban con sus planes expansionistas, desconociendo la política que James Monroe, el 2 de diciembre de 1823, había enviado desde el Congreso: no intervengan en América Latina.
Una posible explicación de ello -aunque en Cuba no fue así- es que la tesis de Adams de aislarse era dominante en la política exterior norteamericana. Estados Unidos había permanecido ajeno a la mayoría de los conflictos para construir un vasto imperio industrial, comercial y agrícola, aunque intervenía en lugares donde tuviera un claro interés económico, como en Nicaragua, en 1926, y otras partes de Centroamérica (Guerras Bananeras)
Terminada la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos se establecía como la gran potencia del mundo, mientras veía el declive de los poderes imperiales europeos. El entonces senador Franklin Roosevelt se preguntaba si era el momento de dar un giro en la política exterior de su país. En un artículo publicado en la revista Foreign Affairs, “Nuestra política exterior”, escribía que: “el verdadero espíritu estadounidense es intentar ser un modelo que otras naciones quieran emular, no ser egoísta ni tratar arrogantemente de imponer ese modelo por la fuerza”.
Empezaba una nueva política exterior conocida como la del Buen Vecino, cuyo exponente era Roosevelt y el Partido Demócrata. En ella se buscaba dejar de lado el objetivo de democratizar América Latina y pasar a promover el principio de “no-intervención”. Estados Unidos, además, se comprometía a firmar tratados de cooperación y no-intervención, como el Pacto de Río en 1947 y otros tantos.
Varios hechos confirman lo contrario. Con el derrocamiento de Jacobo Árbenz en Guatemala en 1954, Washington mostró que, por el contrario, estaba más presente en la región que antes. Algunos presidentes norteamericanos como Woodrow Wilson pensaban que Estados Unidos debía ayudar a América Latina a “elegir hombres buenos” y esto derivaba, en algunos casos, en apoyo a fuerzas golpistas.
La Doctrina Monroe marcó el comienzo de la política exterior norteamericana hacia América Latina. A partir de ella surgieron diferentes interpretaciones, que van desde la política del Buen Vecino hasta la doctrina Reagan o la Alianza por el Progreso.
“El problema es que la Doctrina Monroe se ha utilizado en exceso y se ha malinterpretado hasta el punto de carecer de sentido”, escribe Britta y Russell Crandall en Americas Quaterly.
Es cierto. Pero su amplio y difuso sentido obliga a que hoy, 200 años después, le devolvamos su sentido histórico.
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