Todos los colombianos veíamos este lunes, desde Río de Janeiro, a nuestro campeón olímpico en pesas, Oscar Figueroa, y escuchábamos emocionados las notas de nuestro glorioso Himno Nacional -que, dicho sea de paso, a nadie se le vaya a ocurrir cambiar ni adicionar su letra, porque no lo aceptaríamos-, y pensábamos en el efecto que surten la claridad, la transparencia, lo inobjetable y lo contundente, en toda relación humana, en especial cuando se trata del interés de la sociedad entera.
En el caso del deportista, que nos llenó -como antes varios otros- de justificado orgullo nacionalista, el país entero celebró el triunfo de inmediato, sin reticencia, sin reservas, sin dudas. Todo fue inmediato, porque todo fue transparente. Porque a nadie se le habría ocurrido, viendo la hazaña del colombiano, poner en tela de juicio su legítima victoria. Hasta sus rivales supieron reconocer la superioridad de nuestro compatriota, y participaron con gran hidalguía en el acto de entrega de la medalla, cuando descollaba en el escenario el tricolor nacional. Justificado y legítimo orgullo de quienes sentimos y queremos a Colombia.
El ejemplo de Figueroa me sirve para escribir, en cambio, que lo referente al plebiscito y a nuestra participación como ciudadanos en ese mecanismo de participación, con miras a la finalización del conflicto armado, no está nada claro. Es algo oscuro y misterioso. Al margen de lo deportivo, este asunto de los acuerdos de paz, en que se nos pide sufragar -quién sabe cuándo, por el SÍ o por el No-, sin conocer tampoco un acuerdo con la otra parte en los diálogos, sin convenio alguno suscrito, y sin unas reglas de juego mínimas, sin ley estatutaria, sin una sentencia en firme de la Corte Constitucional, este proceso del camino institucional rumbo a la paz -que siempre entendimos, debía ser muy respetable, claro y seguro- se nos antoja ahora extraño, encriptado y confuso, vistos los hechos de las últimas semanas. No arroja la más mínima confianza, ni siquiera en quienes, desde el comienzo, manifestamos ser partidarios de la vía pacífica, del diálogo y de la concertación, con miras a poner fin a una etapa histórica de una violencia de más de medio siglo.
Mensajes confusos y erráticos, casi siempre provenientes del propio presidente de la República, han trastornado -según considera mucha gente- el buen curso del estudio, que, debemos decirlo, se adelanta, con sentido crítico, en varias instituciones y universidades.
No entendemos un certamen democrático sin que el votante sepa, bien informado, por qué vota Sí o No.
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