Todos los analistas del conflicto colombiano (de izquierda, de derecha y de centro), coinciden en que las raíces del conflicto se hunden en el problema agrario. Avanzar en la solución de estos viejos problemas agrarios del país es condición insoslayable para llegar a una paz sostenible y duradera.
Por eso no fue extraño que el acuerdo número uno de la Habana, cuya negociación tomó año y medio, ocupe lugar destacado dentro de lo que se acordó con las Farc.
La implementación en los años venideros (dentro de lo que se conoce como el posconflicto) del punto número uno es, pues, una de las agendas centrales que tendrá las políticas públicas el país en el futuro.
Lo primero que hay que afirmar de manera rotunda -pues se han escuchado voces que afirman lo contrario- es que el acuerdo dedicado al tema agrario de ninguna manera atenta contra la propiedad privada, ni contra la seguridad jurídica de quienes tienen sus tierras bien habidas en Colombia, ni contra el debido proceso. En esto el equipo negociador del Gobierno fue extremadamente cuidadoso. Fue una de las “lineas rojas”que desde un inicio se tuvo en claro no se podía sobrepasar.
El acuerdo contempla, en primer lugar, la creación de un Fondo de Tierras que a lo largo de los próximos diez años entregue tres millones de hectáreas a campesinos hoy sin tierra o con tierra insuficiente.
Este Fondo no se nutrirá con expropiaciones arbitrarias de tierras debidamente explotadas, como también se ha dicho. Se nutrirá de la recuperación de baldíos que le han arrebatado al Estado, de la desafectación de tierras -para poderlas titula- de predios que hoy están cobijados por los perímetros de la ley 2 de 1959, de la extinción de dominio de tierras que han sido incautadas al narcotráfico y de la adquisición de tierras por la autoridad agraria, entre otros mecanismos.
Pero el acuerdo uno de La Habana no se reduce simplemente a repartir tierras “peladas”, como se decía en los tiempos del antiguo Incora. Contempla, y éste es quizás el núcleo central del acuerdo, la profundización en los años venideros de la dotación a las zonas rurales del país (comenzando por aquellas donde hay mayores índices de pobreza y de marginalidad) de lo que se conoce como “bienes públicos”, es decir, dotación de salud, vivienda, educación, vías terciarias, comercialización, riego y drenaje, etc, que haga posible que los índices de calidad de vida de las comarcas rurales se asemejen a los de las ciudades.
Pues de eso se trata finalmente todo el ejercicio: que confluya en el tiempo la calidad de vida rural con la que se registra en las zonas urbanas. Hoy el desequilibrio en contra de lo rural es agobiador. Y es el caldo de cultivo permanente del conflicto.
El acuerdo contempla también el compromiso de formalizar 7 millones de hectáreas durante el periodo del posconflicto. Una de las malformaciones más protuberantes de la ruralidad en Colombia es la informalidad, es decir, que la gente no cuenta con escrituras. Vive inmersa en la tenencia precaria de sus predios.Esto los margina del crédito, del mercado hipotecario, de las ayudas y subsidios, en breve, de la modernidad. Se calcula que cerca del 50% de los predios que se trabajan honestamente en Colombia no tienen escrituras en debida forma.
La paz sólo se arraigará en Colombia cuando tengamos unas estructuras agrarias más equitativas y modernas.Eso es lo que busca el acuerdo uno de La Habana.
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