La tortura está abolida: Así lo proclama nuestra legislación. No obstante, la necesidad de obtener confesiones en determinadas causas ha hecho imaginar un nuevo género de tortura, difícil de resistir por mucho tiempo, aún para el más firme carácter. Los capturados, bien por un accidente de tránsito, por una sospecha, o por una sindicación grave, son arrojados a un calabozo estrecho, casi siempre sombrío, con un pavimento de losas húmedas, donde el aire no se renueva sino con extrema dificultad.
Algunos calabozos reciben, a veces, un débil rayo de luz, por entre una ventana fuertemente enrejada. No hay muebles. Una dura plancha de cemento hace de cama. No hay ni mesa, ni silla, de suerte que el prisionero se encuentra en tan reducido espacio como en la más espantosa incomodidad. Durante las horas del día y de la noche, lo despierta la ruidosa vigilancia de los carceleros, formados de hombres duros e intrépidos, que antes eran peones o conductores de camiones. Gritan con voz de mando; no tienen sensibilidad, no respetan ni el reposo, ni el dolor y como jayanes agitan violentamente las llaves, los cerrojos, las puertas, mientras contemplan, aparatosamente complacidos, los sufrimientos del detenido. Un pan ordinario y una ración mezquina y desabrida, es toda la comida del desgraciado. El insomnio tenaz, el debilitamiento moral y físico, la incertidumbre y el desasosiego, el miedo y la desesperación, le impide la lectura de cualquier libro. Su situación tampoco le permite el consuelo de escribir sus pensamientos. ¡Solo, con sus sombrías reflexiones! Este ambiente enferma. La facultad razonante desaparece. Al alterarse la personalidad se modifica el siquismo y se cae en extremos clínicos.
De tiempo en tiempo, el cautivo es visitado por el personal policíaco, que lo somete a una cantidad de preguntas interminables, agotadoras y capciosas. En los interrogatorios hay una forma residual de tortura, pues se coloca al inculpado en la situación de un individuo moralmente acosado, y sometido a la angustia de los interrogantes más comprometedores y sorprendentes. En cualquier país democrático del universo –mundo-, un procedimiento investigativo respetuoso tiene que partir del sagrado principio de presunción de inocencia que ampara al inculpado. El instructor debe limitarse, necesariamente, a la búsqueda objetiva de los indicios y el esclarecimiento técnico de los hechos. Pero la costumbre policiaca de los gendarmes es utilizar rodeos, reticencias, circunloquios previamente calculados. Engañan al acusado, le tienden una y otra trampa psicológica, intentan sorprenderlo, lo halagan y o coaccionan. El preso, moralmente destruido, cree que cada pregunta es una emboscada, se confunde, se desconcierta y no sabe cómo repeler el avieso ataque.
Los procedimientos de astucia hacen la gloria del policía. Piensa y practica aquello de que un buen sabueso, está en la obligación ineludible de ser sagaz, astuto, malicioso, pensar mal de la gente, sin manifestárselo, o ser, como se dice en España: La policía judicial requiere “paso lento, vista larga y mala intención”. (Dr. Tiberio Quintero Ospina, Práctica Forense Penal).
La mala alimentación y la privación del sueño serían suficientemente para enloquecer a cualquiera. Esto lo saben los agentes, y de allí el que a veces repita los interrogatorios por la noche. Y el afán no es obtener la verdad, sino confirmar lo que ellos creen que es la verdad. Pero ¿Qué ocurre? ¿Qué sucede? Pues que el detenido, en la necesidad de quitarse el tormento de encima, se rinde incondicionalmente y dice lo que no siempre constituye una manifestación de sinceridad.
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