El auge de la cultura emocional de nuestro tiempo se nota también en la política. Para atraer votantes no bastan los datos, la opinión de expertos, los argumentos, la experiencia histórica. Todo eso es inútil si no se enmarca dentro de un discurso que apele a las emociones del electorado.
Así quedó comprobado con el Brexit. Los argumentos sobre las consecuencias dañinas que tendría para la economía británica pesaron menos que el sentimiento de volver a tener en las propias manos el destino de la nación y de defender la identidad británica frente al extranjero. Tras el referéndum, en las críticas de los decepcionados se observó un tinte elitista desdeñando la opinión de la gente común, culpable de estar poco informada y ser presa fácil de la demagogia populista. En el campo contrario, hubo réplicas como la de que “la gente en este país está hasta la coronilla con los expertos”.
Elitismo o populismo, lo cierto es que el gran problema político-electoral hoy es cómo comunicar y sintonizarse con un público más emocional que racional. En cierto modo, podría decirse que es un nuevo estadio del relativismo: si no hay verdades consistentes, si no hay una naturaleza humana que nos proporcione una especie de manual de instrucciones, también la percepción de los hechos y los datos está sometida a nuestra subjetividad.
Así está ocurriendo con el referendo que busca limitar la adopción de niños a parejas heterosexuales que ciertas élites libertarias consideran arriesgado convocarlo para que el pueblo decida, basándose también en lo emocional al dejar entrever el temor de que pueda herir las sensibilidades de las minorías con las que ellos sintonizan, pasando por alto el que el asunto no es contra los LGTBI, sino para favorecer los niños (as) abandonados.
Por lo anterior, los mismos políticos que apoyan el matrimonio entre personas del mismo sexo están esgrimiendo cuanto argumento emocional se les ocurre para impedir la consulta al pueblo. El más empleado- y habilidoso para evitar referirse a los LGTBI ha sido aquel de que promueve la “discriminación” a los solteros(as), como si la vocación de estos hubiese experimentado un inusitado despertar de los sentimientos paternales o maternales.
Lo cierto es que el asunto es propicio a ser resuelto en referéndum con el constituyente primario puesto que recientemente la Corte Constitucional, en su “soberanía”, dejó implícito el criterio de que es más importante para la sociedad la adopción como un “derecho de adultos gay”, que la prevalencia del derecho de los niños a ser educados por padre y madre. Un principio general que no es rebatible mediante conmovedoras historias de niños que han crecido en hogares monoparentales, dejando a un lado las muchas historias felices de quienes han tenido la fortuna de crecer en un hogar con padre y madre.
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