A estas alturas es posible afirmar que la insistencia en que el acuerdo final entre el Gobierno y las Farc debe cumplir con las normas del Estatuto de Roma ha sido útil.
En un principio, esa posición era descalificada con el argumento de que se está frente a un problema colombiano que debe ser solucionado exclusivamente por los colombianos.
Se decía, además, que no había razón para asustar a la ciudadanía con el fantasma de la Corte Penal Internacional.
Y se agregaba que ninguna corte tendría la osadía de intervenir cuando tiene lugar un proceso en procura de lograr la paz.
Ahora las cosas son distintas.
Ya no se tratan con desdén las reflexiones de quienes reclaman el cumplimiento de los estándares internacionales en materia de justicia.
Lo que se pretende, en el momento actual, es demostrar que el acuerdo entre el Presidente Santos y Timochenko se diseñó con tal rigurosidad que dichos estándares se satisfacen a plenitud.
No se desaprovecha oportunidad para demostrar que eso se logró con gran esmero.
La más reciente ofensiva publicitaria del Gobierno se ha dirigido a exhibir como un respaldo entusiasta de la fiscal de la Corte Penal Internacional a la jurisdicción especial para la paz, el comunicado de esa institución que se hizo público recientemente.
A raíz de su expedición, se han escuchado voces de muchos sectores que proclaman el supuesto respaldo pleno a los términos de lo acordado.
Se dedican, de otro lado, páginas escritas por expertos a demostrar que quienes reclaman paz sin impunidad han quedado colgados de la brocha, porque ya habló la máxima funcionaria de la CPI, quien, según ellos, expidió el diploma de grado con mención de honor.
Sigamos con el esfuerzo de hacer precisiones:
La fiscal lo que hizo, además de expresar aquello que le es propio a una institución que hace parte del sistema de Naciones Unidas, fue insistir, con el lenguaje apropiado, en sus responsabilidades y en el objetivo que acordaron los Estados que suscribieron el Estatuto de Roma.
Con respecto a los principales responsables de los delitos más graves, reiteró que las sanciones que reciban tienen que implicar rendición auténtica de cuentas, penas efectivas y comparecencia genuina ante la justicia.
Esto es lo de fondo.
El cumplimiento o no de esas condiciones, será analizado por la Corte Penal Internacional a la luz de cada caso concreto, una vez los tribunales colombianos impongan las sanciones.
Es en ese momento cuando se sabrá si para la CPI las autoridades nacionales están cumpliendo con las obligaciones que se derivan del Estatuto.
Cierto es que los Estados tienen discrecionalidad para imponer las penas.
Pero, ellas deben buscar el logro del objetivo consistente en combatir la impunidad.
De lo contrario, la Corte puede asumir la competencia subsidiaria que le otorgaron los Estados firmantes.
Para que las cosas sean aún más claras, uno de los criterios que tendrá en cuenta para determinar la voluntad real de los Estados de imponer penas efectivas será la tradición nacional en materia de castigo a esos delitos.
La disminución de los años de privación de la libertad está contemplada como una posibilidad aceptable.
Sin embargo, ella será coherente con el objetivo del Estatuto en la medida en que el conjunto de la pena principal y las penas accesorias demuestren una real voluntad de investigar, juzgar y condenar.
En resumen, la pena principal de privación de la libertad puede ser más leve en la medida en que esté acompañada de penas accesorias demostrativas de la disposición de combatir eficazmente la impunidad.
Lo que no puede sostenerse, con la insistencia y el afán que muchos hacen hoy, es que las penas accesorias pueden reemplazar las principales.
La sola restricción de la libertad, entonces, no cumple con las exigencias que se derivan del Estatuto de Roma.
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