La lectura del prolífico y multifacético autor austríaco Peter Handke, me deja el aprendizaje de un contundente adjetivo que le cabe a pocas situaciones en la vida y que él usa para describir el suicidio de su madre: Desgracia Impeorable.
No hay que ser émulos del vilipendiado rumano Cioran pero tampoco un desgraciado como el antioqueño Fernando Vallejo, para asegurar que “Colombia es un país sin ética donde no sólo todos los delincuentes hacen y dicen lo que quieren, sino que no les pasa nada: son y seguirán siendo elegidos para altos cargos en los órganos del Estado, la justicia se mantendrá alejada de ellos, amedrantarán a la opinión pública, matarán cuando sea necesario, y la sociedad impasible se acomodará al nuevo sistema como lo ha hecho hasta ahora”, tal cual lo afirmó el inefable Carlos Lleras de la Fuente en una columna publicada en 1992 en El Tiempo.
Wittgenstein afirmó en el Tractatus logico-philosophicus que “hay cosas de las que no cabe hablar; entre ellas, la ética. Pero sí cabe mostrarlas”. Algo así como predicar con el ejemplo.
Hoy, día en que el perverso de Handke se ha hecho al Nobel, pienso en las cosas impeorables, no de mi vida que, parafraseando al gran León De Greiff, de todos modos, con tanta decepción, tanto desamor y tanto arado estéril, ya la llevo perdida, sino de Colombia.
Y se me antoja traer a colación este texto escrito en 1992 por Carlos Lleras de la Fuente, justo el día de su cumpleaños: “La ética, concepto moral, es ahora la ética, concepto capitalista u orwelliano; la corrupción no es mala como sí es malo no poder aprovecharse de ella; (…) pobres todos aquellos que creyeron en un mundo mejor que se desarrollaría de conformidad con una ética cristiana y occidental; y pobres nosotros que hemos visto desaparecer del suelo de esta patria todos los valores que antaño la hicieron respetable y que ahora han sido reemplazados por los índices de desarrollo económico”.
Y pienso entonces en el Harakiri, esa noble tradición japonesa en la que hombres públicos e incluso escritores como Yukio Mishima, provistos de conciencia y avergonzados por sus malas acciones acudían a apuñalarse en una ceremonia cruenta y contundente de expiación.
Para que todo dejara de ser imperorable, sería interesante incluir en los contratos de toda índole, públicos y privados el harakiri; quizás así nadie ose birlar la confianza depositada por otros en él y mida el costo de sus actos.
Pero qué va. Sigamos creyendo que la ética es este trabalenguas: “Yo tenía una gata ética, pelética, pelada peluda con rabo lanudo, que tenía tres gatos éticos, peléticos pelados peludos con rabos lanudos”.
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