En este país nuestro cada día nos esforzamos por revalidar y actualizar la maldición de Bismarck, que dijo que los españoles somos el pueblo más fuerte del mundo, porque llevamos siglos intentando destruirnos los unos a los otros sin haberlo jamás conseguido. Nos dividimos ahora, como si de una lucha a muerte se tratase, sobre la 'ley trans', sobre el indulto o no a Griñán, sobre si fue o no bueno aquel esfuerzo de la excepción ibérica en materia energética. Sobre todo, cualquier cosa. Abrazamos la política de la confrontación, y no la de la concertación, que es la que viene imperando, para su bien, en tantas naciones europeas.
Digo esto, por ejemplo, a cuenta de la desproporcionada polémica sobre la 'ley trans', un proyecto lleno de excesos alumbrado, sobre una cuestión que es necesario regular, por ese laboratorio de despropósitos jurídicos que es el ministerio de doña Irene Montero. Cuando lo lógico sería llegar a un acuerdo que lime las aristas absurdas -la edad de quien 'elige' su sexo, la falta de asesoramiento médico y/o psicológico-, nos encontramos con las consabidas posiciones maximalistas: derogaremos esa ley al llegar al poder, dice Núñez Feijoo. No toleraremos ni una enmienda, asevera la señora Montero (doña Irene). Cierre de todo diálogo, de cualquier pacto que ayude a superar de una manera razonable el sufrimiento de tantos.
O la ley de memoria histórica. Nunca entenderé que los unos se la apropien y los otros no admitan siquiera el concepto. Los españoles tenemos que reconciliarnos al menos sobre nuestra Historia, ya que parece imposible sobre nuestro presente. Sí, hay que decirlo claro: se cometieron muchos crímenes al final de la guerra civil, cuando el franquismo fusiló a tantos vencidos tras juicios que fueron una mascarada y cuyos papeles se hicieron desaparecer oportunamente. Cuando lo que un país algo más sensato hubiese hecho es acordar entre la derecha y la izquierda (me refiero al PSOE y al PP, claro) que los hechos fueron los hechos, que hay que superarlos en nuestro ánimo, reparar lo aún reparable y que hay que abrazarse en torno a esa superación que significó el 'espíritu del 78'.
Ando ahora a vueltas con un libro, 'España en su laberinto', de García Margallo y Eguidazu, en el que todo esto, la necesidad de construir un país de abrazos y de improperios, de pensar en pactos de La Moncloa y no en oscuridades arteras monclovitas, sobrevuela como un deseo imposible. Hay mucho que cambiar, y lo digo en estas horas en las que entra en vigor una ley de memoria histórica que el PP asegura que derogará cuando pueda hacerlo, fijándose más en algunos detalles de nomenclatura, que si se quita tal nombre a una calle o le quitan tal título nobiliario a alguien que ayudó a la dictadura, que en la verdadera esencia de la cosa: hay que acabar de una vez con la maldición de Bismarck.
Pero al paso que vamos, cuando ni siquiera somos capaces de cambiar de una vez una desafortunada denominación constitucional dedicada a los discapacitados, el canciller de hierro seguirá burlándose de nosotros desde allá donde se encuentre, el muy faltón.
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