Me llevó una peregrinación a varios lugares de Europa. Quise participar en algunas eucaristías como cualquier parroquiano y la verdad es que me quedó una sensación de tristeza. La mayoría de los templos europeos son unos monumentos gigantescos que, si no los llenan los turistas tomando fotografías, nadie más los llena. Muy pocas personas van a misa en Europa, la mayoría de ellas de avanzada edad. En la celebración escasamente le responden al sacerdote. Y los ministros sagrados no pueden disimular su desencanto con unas liturgias que apenas sí duran veinte minutos y en las que ni siquiera se hace el esfuerzo de predicar. Todo esto es sumamente chocante para quienes vivimos en una realidad religiosa totalmente viva y participativa.
¿Cómo ha llegado Europa a este panorama casi que de completa descristianización? Es un continente que optó por un liberalismo radical que terminó por abolir toda creencia y dimensión trascendente; lo único que interesa es el bienestar y el confort y nada más. Es también una sociedad que desde mediados del siglo pasado fue inoculada de un escepticismo que la colonizó totalmente y en la cual el individuo subiste para sí mismo y para nada ni nadie más. Y desde las iglesias, la católica y las protestantes, tuvieron mucha fuerza teologías liberales y progresistas que a la larga no hicieron nada diferente a derruir la fe y hoy contemplamos sus ruinas. Y quizás también ha contribuido a la descristianización la burocratización del clero, que le hizo abandonar todo espíritu de misión. Por eso era claro que el Papa actual no podía ser europeo pues este continente no tiene hoy prácticamente nada que ofrecer realmente vivo para la Iglesia universal.
No basta, sin embargo, la nota crítica del viejo continente sin fe y sin esperanza. Ha de tomarse apunte atento de lo sucedido para no reproducirlo por estos lares. Nunca puede la Iglesia, clero y laicos, sentirse triunfante y realizada. Hay que moverse continuamente, dar la pelea en lo doctrinal y en la movilización del pueblo de Dios. No puede haber lugar al ensimismamiento, al temor ante los retos que aparecen en el horizonte, a una concepción de la vida y el mundo sin divinidad y sin sus leyes que con fuerza se quiere imponer a la población.
Pero por lo pronto, el contraste entre la vieja Europa descristianizada y nuestra realidad eclesial, nos permite sentirnos orgullosos de hacer parte de una Iglesia viva, adherida con fuerza a la Palabra de Dios y con mucho movimiento en todos sus ámbitos. El rey decía que París bien valía una misa; hoy ya no vale la pena.
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