* Vigor de la democracia solidaria
* De la concertación a la planeación
Las dificultades que entraña llevar a cabo una política social es que un esfuerzo de este tipo puede ser gratuitamente tildado de populista. Pero una cosa, por supuesto, es actuar con tino y dentro de las instituciones, para lograr el objetivo indeclinable de mejorar la calidad de vida del pueblo al que se gobierna, y muy otra es salirse de todo límite sensato para ganar los aplausos de la galería y conseguir respaldo político por esa vía anómala y contraproducente. Inclusive, frente a los mismos fines sociales que se pretenden.
El populismo, según expertos como Pierre Rosanvallon, no es un caso nuevo, pese a que hoy parezca dominar la política del siglo XXI. Por su parte, bastaría constatarlo en uno de los libros de la aguda exsecretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, para entender que el fenómeno consiste, precisamente, en un desvío estridente de la democracia, puesto que a partir de sus propios postulados lo que finalmente se busca es su destrucción. Una paradoja temeraria.
En el mismo sentido, el nobel Vargas Llosa ha sostenido que esa trama, en que se erosionan las instituciones para satisfacer la vanidad de gobernantes y candidatos, antes que lograr el amparo y bienestar del pueblo resulta, por el contrario, en el peor de los atentados contra la democracia como canalización del bien común.
Es también, por su parte, lo que el politólogo Giovanni Sartori definió de manera perspicaz como un sultanato disfrazado de democracia. O sea, por decirlo así, el mundo obseso de los maduros, ortegas, bukeles, putins, dutertes, orbanes y erdoganes. En suma, toda esa gama disforme afiliada, en los diferentes escalafones del populismo global, al denominado progresismo, bien de izquierda o derecha, cuyo designio fundamental no es más que el poder por el poder. Y su perpetuación.
Pero también hay que decir, de otro lado, que el buen gobierno, en democracia, implica de antemano atender una política social efectiva. Posiblemente, si se quiere, en mayor proporción en los países con más requerimientos.
En efecto, cualquier ejercicio gubernamental contemporáneo, si ha de llamarse democrático, adquiere su vigencia y legitimidad, no solo por vía de las instituciones, sino por la respuesta a las necesidades cambiantes o fortuitas de sus asociados. No siendo así, el sistema pierde piso y dinámica. De hecho, es la gran diferencia entre el poder como servicio y el poder como una categoría personal.
Bajo esa perspectiva, y a nuestro juicio, la noción insuperable de democracia con su función social inherente (que por tanto no necesita subrayarse) radica en lo dicho, para cualquier época y lugar, por el más ajeno de los populistas: Abraham Lincoln. En síntesis, democracia para, por y con el pueblo. Tres condiciones diferentes de un todo indisoluble.
Colombia, por supuesto, no puede ser extraña a ese canon universal. Y por eso, aunque en parte resultado del trágico impacto de la pandemia, es bueno saber que se viene dando una democracia activa, bajo los criterios anteriores, gracias a utilizar los dispositivos democráticos y antipopulistas en ese propósito.
Efectivamente, a partir de instrumentos como la concertación, que obviamente producen urticaria en el seno del populismo progresista, fruto de su espíritu ante todo emocional y confrontativo, el país ha mostrado que es posible llegar a acuerdos en temas que antes se habían demostrado estrepitosamente inabordables a través del consenso. Fue así como gobierno, trabajadores y empresarios lograron un incremento impensable del salario mínimo, tal cual reseñamos ayer en estas líneas. No solo, pues, es el resultado. También se trata de exaltar el método.
Asimismo, fue por el diálogo consensuado como se pudo sacar avante la idea de la matrícula cero en la educación superior, para los estratos uno, dos y tres. Un programa crucial represado por años. Y nadie dudaría, al mismo tiempo, de que la nación colombiana se puso en modo de solidaridad ante los apremios pandémicos, con lo cual el gobierno pudo rápidamente y con voluntad política poner en marcha programas para los más vulnerables, amparar el empleo y fomentar el trabajo juvenil y femenino. Por descontado, claro está, se han dado yerros, como en la primera reforma tributaria de este año. Justamente, porque no se recurrió al consenso y la pedagogía, como después se enmendó en la segunda.
Por otra parte, y no menos importante, los planes de adecuación hospitalaria y vacunación masiva, que hoy le han permitido al país estar a la altura de Francia e Italia en el último aspecto, son demostrativos de que vale más, para cumplir con los fines sociales ineludibles, una democracia institucional vigorosa que la mampara altisonante y azarosa de una democracia populista.
En esa dirección, habrá hacia el futuro instrumentos antipopulistas para buscar la sostenibilidad económica y social, como la planeación democrática. En todo caso, la solidaridad llegó para quedarse, según lo ha demostrado Colombia por fuera de las entrañas populistas. Porque, como ha dicho el Papa Francisco, no se trata solo de la pandemia, sino de cómo se salga de ella.
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