* Turbio acto de disolver el quórum
* ¿Quién le pone el cascabel al gato?
Muchas son las circunstancias que pueden traerse a cuento luego de que se hubiera dado al traste con el proyecto del representante Gabriel Santos para reducir el prolongado receso parlamentario navideño e incrementar el trabajo legislativo. Por esa vía se trataba de asimilar la labor de los congresistas a la de cualquier ciudadano o servidor público. Y equilibrar también el concepto de a igual trabajo igual salario.
Pero ante todo hay que reseñar la forma en que se llevó a pique la idea, bajo el procedimiento opaco de escudarse en la disolución del quórum, a fin de no expresar la negativa en la votación reglamentaria y no asumir el costo político de hacerlo.
En efecto, si los senadores que se salieron del recinto estaban en desacuerdo con la propuesta, no tenían por qué recurrir a esa maniobra huidiza, sino dejar consignada su opinión y votar en consecuencia. De hecho, la ley contempla que los congresistas no pueden abandonar el hemiciclo al momento de ninguna votación y la secretaría, acorde con el reglamento, debe ordenar el cierre de las puertas. Desde luego, los interesados se salieron antes y cuando se fue a votar ya no había quórum decisorio.
Aparte de esto, vale decir que no pocas tristezas ha tenido que enfrentar Colombia al alero de ese expediente de disolver el quórum. Precisamente a raíz de ello, y desde los albores de la república, la legislación colombiana es muy precisa en señalar las normas del quórum y las garantías que deben rodear la votación de cualquier acto legislativo, proyecto de ley y demás atribuciones que se tengan en otras materias parlamentarias. A los congresistas se les obliga a votar las iniciativas solo en uno u otro sentido: positivo o negativo. De suyo, en las actividades del Congreso no está contemplada la posibilidad del voto en blanco. Ni tampoco existe la abstención, con las explicaciones debidas, como en algún tiempo estaba reglamentado en las corporaciones municipales con autorización de la mesa directiva.
Es decir, que el voto en el Parlamento colombiano es un mandato imperativo para los congresistas. Y por eso, de otra parte, los parlamentarios son inviolables por los votos y opiniones que emitan en ejercicio del cargo, según la Constitución de 1991. Solo es factible no votar, como se sabe, en caso de que quienes así lo pidan sean eximidos de hacerlo por estar impedidos o por ser recusados en puntos muy precisos de alguna normativa en discusión. Sin embargo, para ello hay que activar todo un proceso reglado, ya que esto no puede ser motivo de ningún capricho personal, so pena de erosionar el proceso de debate, votación y hechura de la ley y es parte esencial de la filigrana constitucional.
No obstante, el punto de fondo de la propuesta consistía en generar un equilibrio laboral entre los dos períodos legislativos de comienzo y final del año, sin ninguna disminución salarial. Parecía, en principio, y después de muchos esfuerzos, que al menos esta idea saldría adelante, luego del archivo reiterado de otras iniciativas, de hecho, más radicales, tanto de las bancadas oficialistas como de oposición, para bajarse los sueldos, congelarlos o eliminar los gastos de representación. Tampoco fue posible con el recorte del receso de comienzo de año, cuando quizá en esa dirección el Congreso podría haberse puesto en algo a tono con las demandas reiterativas de la opinión pública.
Ahora, con el histórico y positivo acuerdo para incrementar el salario mínimo de los colombianos en un 10 por ciento, poco se tiene en cuenta, al mismo tiempo, que la variable adoptada para promediar el sueldo de los congresistas aumentará como nunca.
Efectivamente, dice la Constitución que los salarios de los miembros del Congreso se reajustarán anualmente en proporción igual al promedio ponderado de los ajustes hechos en la remuneración de los servidores de la administración central. Ese promedio, según los certificados de la Contraloría, jalona la asignación por lo alto.
En principio, la idea de la Asamblea de 1991 de elevar a rango constitucional las asignaciones de los congresistas no fue mala. Evidentemente, el nocivo espectáculo que se daba, año a año, para aumentarlas por una ley contribuyó al distanciamiento de la opinión pública con el Congreso. Pero a hoy, por desgracia, la ponderación automática generó paulatinamente una escalada exponencial.
¿Será que se mantendrá esa espiral salarial? ¿Quién le pone el cascabel al gato? Es un hecho pues que, ante la conducta del Congreso con la propuesta del representante Santos, antes que disminuir el debate lo que hicieron fue exacerbarlo. Porque a no dudarlo los emolumentos de los congresistas ocuparán la agenda de la campaña parlamentaria actual.
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