En tiempos de Mundial de fútbol las analogías con el deporte rey cobran aún más fuerza, por eso no me extrañó cuando un amigo resaltó que en el período que va desde el año 2015 hasta el 2022 la selección peruana fue dirigida por Ricardo Gareca, obteniendo en su proceso varios logros, y que, en ese mismo lapso, el país incaico fue presidido por seis jefes de Estado, de los cuales cinco de ellos no terminaron su mandato.
Ollanta Humala fue el último mandatario que ejerció durante todo el período para el cual fue electo en la Presidencia de la República (2011 - 2016); luego llegarían los depuestos e interinos: el recordado Pedro Pablo Kuczynski (2016 – 2018), Martín Vizcarra (2018 – 2020), Manuel Merino (2020), Francisco Sagasti (2021) y Pedro Castillo (2021 – 2022), quien fue el último en caer para darle lugar a la actual mandataria Dina Boulania, la primera mujer en ocupar el cargo, que convocó a elecciones para 2024.
Sí, en los últimos seis años Perú tuvo siete presidentes.
Pero si a cifras de presidentes peruanos nos referimos, hay otra igual de alarmante o más. En los últimos quince años son cinco los mandatarios que han conocido la cárcel: Alberto Fujimori, Pedro Pablo Kuczynski, Ollanta Humala, Alejandro Toledo, y en los últimos días fue tras las rejas Pedro Castillo. No llegó a tener ese destino Alan García, que se suicidó antes de ser capturado.
¿Qué pasa en Perú? Es difícil dar conclusiones terminantes, pero sí hay síntomas que son muy claros: el primero de ellos es la corrupción desatada en todos los niveles del país, no solo en el sistema político, sino también en la órbita judicial, en círculos empresariales y en gran parte de la sociedad.
Sin duda alguna que, en la última campaña electoral, para elegir autoridades regionales, de reciente celebración, quedó en evidencia: actores y grupos políticos “amparados” por el sistema que ejercieron su poder en ámbitos políticos y judiciales; colectivos y candidatos en los que es difícil identificar propuestas y lineamientos ideológicos, que van tras un cargo público sin tener vocación de servicio, sino que mayoritariamente lo que los moviliza realmente es la posibilidad de generar una gigantesca diferencia económica durante su ejercicio.
Un gobernador o un alcalde puede asumir siendo de clase media y terminar un período de cuatro años gobierno como un nuevo rico, gracias a los famosos “diezmos” que reciben de algunas empresas que son contratadas por el gobierno para hacer obras públicas.
Un segundo problema que tiene Perú es su institucionalidad, sumamente frágil, claramente de las más frágiles de América Latina. Presidentes con poco poder de mando real, un congreso que en los últimos años ha estado atomizado, con congresistas que cambian de partido a mitad de mandato, lo cual genera que muchas veces los jefes de Estado -como en el caso de Castillo- no cuenten con mayorías legislativas como para poder llevar adelante su plan de gobierno.
Pero los problemas institucionales no son exclusivos de la administración pública, sino también de los partidos políticos. No tantos años atrás Perú contaba con partidos políticos sólidos, que estaban insertos en la sociedad, como el caso de Acción Popular de Fernando Belaúnde o el APRA del mismo Alan García, entre otros.
Actualmente los partidos peruanos funcionan como colectivos para captar votos y acceder al poder. Poco se invierte en la formación de los cuadros militantes –a pesar de que existe una partida monetaria gubernamental para que así lo hagan–, y menos se apuesta a la inserción social, a no ser en época de elecciones.
Uno de los resultados de estas acciones e inacciones es el descrédito absoluto de la sociedad en todo el sistema.
La triste anécdota es que Pedro Castillo fue preso luego de disolver el Parlamento que buscaba su vacancia e intentar dar un golpe de Estado; lo preocupante es la normalización de situaciones alarmantes, entre ellas el sentir popular de que cuando un presidente pierde popularidad comienza a escucharse el rumor de la sociedad de que hay que deponerlo; y ¿la solución?
Pocas semanas atrás tuve la oportunidad de dar algunas charlas en universidades de Perú, en Lima y en regiones. En todas esas actividades, al concluir, se repitió una pregunta de parte de los jóvenes, ¿qué se puede hacer para terminar con la corrupción y volver a creer en el país?
No hay fórmulas mágicas, pero seguramente la respuesta pase por la participación popular. Nada va a cambiar si solo nos quejamos de lo mal que está la nación, y lo hacemos sentados desde la comodidad de nuestro sillón. El cambio pasa por involucrarse, por militar política y socialmente a pesar de que no seamos bienvenidos en los círculos de poder. Pasa por no aceptar formar parte de la corrupción que está normalizada en el país y denunciarla; pero, sobre todo, por asumir el rol y la responsabilidad que tenemos cada uno de nosotros en la construcción de un país que debe ser legado a las generaciones que nos sucederán.
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