La Semana Santa es época propicia para la reflexión. En especial, a propósito del “proceso” seguido contra Jesús, que finalizó con su tortura y crucifixión. Fue condenado injustamente, sin ser oído ni vencido en juicio, sin derecho a la defensa, sin pruebas, por un funcionario carente de competencia, bajo la presión de los líderes religiosos. Se presumió su culpabilidad y se falló con criterio político: “Si lo dejas libre, no eres amigo del César”, le gritaron a Pilatos.
La Constitución colombiana, como los tratados internacionales sobre derechos humanos, parte del principio de la presunción de inocencia y garantiza a toda persona el derecho fundamental al debido proceso. Según su artículo 29, “Toda persona se presume inocente mientras no se la haya declarado judicialmente culpable”. A su tenor, “nadie podrá ser juzgado sino conforme a leyes preexistentes al acto que se le imputa, ante juez o tribunal competente y con observancia de la plenitud de las formas propias de cada juicio”. El artículo 248 de la Carta declara: “Únicamente las condenas proferidas en sentencias judiciales en forma definitiva tienen la calidad de antecedentes penales y contravencionales en todos los órdenes legales”.
Como ha expuesto de manera reiterada la Corte Constitucional, ello significa que “cualquier persona es inicial y esencialmente inocente, partiendo del supuesto de que sólo se puede declarar responsable al acusado al término de un proceso en el que deba estar rodeado de las plenas garantías procesales y se le haya demostrado su culpabilidad”. (…) “No le incumbe al acusado desplegar ninguna actividad a fin de demostrar su inocencia, lo que conduciría a exigirle la demostración de un hecho negativo, pues por el contrario es el acusador el que debe demostrarle su culpabilidad”. (Sentencia C-289 de 2012).
Cabe subrayar lo relativo a la presunción de inocencia, toda vez que, en muchos casos, se ha convertido en letra muerta. En la actualidad, las redes sociales -con fácil repercusión en los medios de comunicación- condenan a las personas y las tienen por delincuentes, sin pruebas -que no lo es cualquier fotografía, video o audio-, sin juicio y sin condena. Basta que alguien, mediante un trino varias veces replicado, afirme que alguien es responsable de uno o varios delitos, para que su aseveración se convierta en una “verdad” que toda la sociedad acepta, aunque el afectado no haya sido sometido a un proceso, ni condenado. Sin posibilidad de defensa. Sin derecho a controvertir las supuestas pruebas.
Con ello, no solamente se vulnera el aludido postulado, sino que se desconocen impunemente otros derechos fundamentales, como la honra y el buen nombre, garantizados en el artículo 15 de la Constitución.
Por supuesto, no hablamos de las denuncias e investigaciones periodísticas serias, que muchas veces han servido para descubrir casos de crimen y corrupción y han conducido a los correspondientes procesos, sino de las irresponsables sindicaciones a las que nos hemos venido acostumbrando, que señalan a personas en concreto, muchas veces mediante la calumnia o la injuria, casi siempre por razones o con motivación política. Por ejemplo, para frustrar una candidatura o para provocar la renuncia a un cargo público, o para desprestigiar a un funcionario.
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