El de las “cumbres” es, como todo en política, un arte. Y como todo arte, para que valga la pena tiene que estar excepcionalmente bien hecho. Eso depende no sólo del diseño de estos encuentros -de la agenda, del número de participantes, de la gestión de las deliberaciones, de la definición de los propósitos y objetivos, del valor agregado que ofrecen, etc.-, sino también de factores más bien exógenos y acaso fortuitos. Por ejemplo: la ocurrencia imprevista de hechos que afectan el quórum de la cumbre; la simpatía de los gobernantes convocados por este tipo de encuentros; el contexto global en el que tienen lugar; y la existencia o no de un mínimo suficiente de interés recíproco y de convergencia entre los participantes.
En términos generales, las cumbres de jefes de Estado y de Gobierno no son una mala idea. Lo esencial de ellas no ocurre en las plenarias ni es captado por la foto de familia que sale en los periódicos, sino en los trabajos preparatorios que impulsan y ejecutan funcionarios técnicos y minuciosos diplomáticos, y en los corredores y encuentros paralelos de carácter bilateral o de pequeños comités -cuando se trata de concurridas cumbres multilaterales-, mucho menos visibles. En diplomacia, como diría El Principito a propósito de la vida, lo esencial es invisible a los ojos.
Acaso por eso, el ciudadano de a pie tiende a mirar con recelo el boato que, en todo caso, acompaña las cumbres. Sobre todo cuando los medios de comunicación privilegian el detalle superficial, casi farandulero, sobre lo sustancial que en ellas tiene lugar. Por otro lado, incluso lo sustancial suele parecer remoto a ojos de la ciudadanía, que poco entiende -y no tiene tampoco porqué estar compelida a hacerlo- los sutiles, lentos y (a veces) torcidos renglones por los que discurren los procesos diplomáticos.
Es cierto, no obstante, que a veces las cumbres salen mal. También es cierto que hay cumbres que se duplican unas a otras: cabe preguntarse si no se aburrirán de encontrarse una y otra vez los mismos, con las mismas, para hablar otra vez de lo mismo. En algún momento puede ocurrir que las cumbres se agoten, y agoten a las partes involucradas, decepcionadas por un esfuerzo que perciben vano y repetitivo o -¿por qué no decirlo?- porque caen presas de un soporífero aburrimiento que no por diplomático, deja de ser aburrimiento.
Quizás esto es lo que acabó de ocurrir con la VIII Cumbre de las Américas convocada en Lima durante pasados dos días, con el loable propósito de discutir los desafíos de la “Gobernabilidad democrática frente a la corrupción” que es, ciertamente, una de las principales amenazas a la estabilidad política y a la integridad institucional en el hemisferio, como lo señaló con preocupación esta columna la semana anterior.
¿Pero de qué sirve una Cumbre de las Américas cuando se ha resquebrajado la doble convergencia -política y económica- que dio origen al proceso de cumbres hace un cuarto de siglo? Esa falta de convergencia es cada vez más palmaria, y no sólo tiene que ver con la deriva iliberal por la que han transitado y aún transitan algunos gobiernos latinoamericanos. Tiene que ver también con el giro proteccionista del gobierno Trump en materia económica, y con la confirmación de la desconexión de Washington con América Latina, que ha dejado de ser, según el tópico sonoro aunque algo engañoso, “el patio trasero” de Estados Unidos, para convertirse en “el lugar irrelevante”.
Tal vez haya llegado la hora de volver a potenciar los foros y espacios más tradicionales y más formales de interlocución hemisférica, como la Organización de Estados Americanos, utilizando para ello plataformas ad hoc (como el Grupo de Lima), mientras se va depurando la institucionalidad regional, abultada por cuenta de los desvaríos de Chávez y Lula. Porque por ahora, la verdad, no cabe esperar mucho de una cumbre que muy bien refleja una relación hundida en su sima.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales
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