Colombia es un país sumamente difícil de gobernar a todos los niveles, bien sea municipal, departamental o nacional. La mayoría de los mandatarios llegan a sus cargos con grandes expectativas, pensando en llevar a cabo un proceso de gobierno bien planificado, con indicadores y metas sólidas, inclusive, tratando de dejar los trazos para el futuro de sus regiones o de su país según sea el caso. De hecho, le imprimen todo el esfuerzo a la construcción con las comunidades del Plan de Desarrollo, y hasta se convencen de la posibilidad de un estado ideal.
Pero la realidad es muy diferente, el primer dilema al que se enfrentan al asumir sus cargos es el de gobernar destinando gran parte de su tiempo a resolver, de manera inmediata, los asuntos urgentes de la nación o sentarse a planear el rumbo del país. Si bien, pudiera pensarse que ambos propósitos pueden llevarse a cabo de manera paralela, el día a día no se los permite.
Cada vez van quedando más relegados esos equipos técnicos que se esfuerzan por establecer unas hojas de rutas de mediano y largo plazo y que permanentemente están buscando ideas creativas en otras latitudes, para incorporarlas a nuestro país. Los planes de desarrollo terminan en los cajones de los escritorios y las oficinas de planeación solo acuden a ellos para tratar de demostrar que una administración es mejor que la pasada.
Los problemas de la Nación son tan complejos que, en ciertas ocasiones y dado los tantos frentes que el Gobierno debe atender al mismo tiempo, lo máximo que se puede hacer es “apagar los incendios”, y esperar que los temas no se vuelvan tendencia nacional.
La presión mediática no da espera, la sociedad reclama ejecutorias inmediatas, lo que de alguna manera, obliga a los mandatarios a gobernar al menudeo, solo para resolver la situación del momento. Por todo esto, es que cada vez se vuelven más irrelevantes la legislación, y, por eso, es que el país está lleno de leyes que tienen propósitos loables pero que nunca pasaron de la promulgación, en otras palabras, que ni siquiera fueron estrenadas. De ahí que es un error pensar que una reforma de cualquier tipo, resuelve per se, los problemas de un determinado sector.
Uno de los caminos para superar parte de estas dificultades es apostarle con mayor determinación a la descentralización. Formular las políticas públicas desde los territorios con pleno conocimiento de las realidades de cada uno de ellos, pero, del mismo modo, ejecutarlas también desde allí, y no, a control remoto como en ciertas ocasiones suele ocurrir. Existen cientos de ejemplos de trabajo bajo este esquema, obviamente, con articulación desde el nivel central.
Si realmente se pretenden impulsar acciones que permanezcan en el tiempo, que verdaderamente transformen el país y nos permitan un mejor devenir, hay que concertar. Allanar un camino en el que comulguen todos los sectores y que involucre a múltiples líderes del país. Apostarle al éxito y no al fracaso, pero, ante todo, pensar en las futuras generaciones y no exclusivamente en la nuestra.
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