Isaiah Berlin

Ya casi no se lee a Isaiah Berlin (1909-1997), el gran filósofo político, historiador de las ideas, y defensor de la libertad. Es una lástima. Su obra tiene bien ganado un lugar entre los clásicos del pensamiento occidental, y, como dijo Italo Calvino -clásico también en su propio dominio-, un clásico siempre tiene algo que decir, algo nuevo que enseñar, a pesar del paso del tiempo y el capricho de las modas.

Y no cabe duda de que Berlin tiene aún mucho que decir y bastante que enseñar.

Por ejemplo: sobre la libertad de expresión, actualmente asediada en la esfera del debate público, y, aún más trágicamente, en el ámbito académico y en el mundo de la cultura, endosados como están a la corrección política y a la promoción de cierta agenda “progresista”, que a la hora de la verdad no es sino el credo de un nuevo fetichismo oscurantista.  De ella dijo, en un ensayo premonitorio, lo siguiente: “La libertad de palabra -o de expresión, por medios distintos a las palabras- puede ser un fin absoluto, que no necesita justificación con base en ningún otro propósito, y por el que merece la pena luchar -algunos añadirían morir- en sí mismo, independientemente de su valor para hacer a la gente feliz, sabia o fuerte”.  Y, anticipándose a las “teorías críticas” que campean impunemente por las universidades de los Estados Unidos, empiezan a permear las europeas y no tardarán en volverse práctica común también en América Latina, pronunció este juicio, tan elocuente como descorazonador: “Cualquier intento de reprimir a filósofos -reemplazar sus respuestas tentativas con soluciones finales, silenciarlos o encauzar su pensamiento por canales preestablecidos en el nombre de un valor perenne o esquema de cosas prefijado- es un signo inequívoco de que la humanidad está a punto de ser sacrificada en el altar de algún dogma, alguna creencia falsa en una salvación definitiva”.

O sobre la política como arte de gobernar, y el poder como artesanía.  Algo que tiende a olvidarse en las facultades de eso que llaman Ciencia Política, por diversas razones que no viene al caso desglosar ahora. Dos ensayos suyos, “El sentido de la realidad” y “El juicio político”, deberían figurar canónicamente en el sílabo de cualquier curso propedéutico de esa disciplina. Los futuros politólogos aprenderían, del mejor maestro posible, que “Lo que en los estadistas se califica de cordura, experiencia política, es más comprensión que conocimiento, algún tipo de familiaridad con los hechos relevantes, de una especie tal que faculta a quienes la poseen para decir qué es lo que cuadra con qué cosa: qué es posible en determinadas circunstancias y qué no, qué medios funcionarán en qué situaciones y con qué alcance, sin ser necesariamente capaces de explicar cómo lo saben o incluso lo que saben”.

Tal vez así habría más gente consciente de lo que está en juego para la libertad. Y analistas políticos con mejor juicio sobre la política y más sentido de la realidad.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales
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