Termina el semestre académico en las universidades. Momento oportuno para hacer una pausa -una “tregua en el duro trabajo”, como reza la secuencia de Pentecostés que hoy recita el mundo católico- y reflexionar un poco sobre las universidades, los profesores y los estudiantes. Una pausa y tregua que, en cambio, no dan los asuntos internacionales, de los que habitualmente se ocupa esta columna; y que, por eso mismo, vale la pena aprovechar para ocuparse de otras cosas, como éstas.
No son tiempos fáciles para ser y hacer universidad. De ella se esperan muchas cosas, quizá demasiadas. Incluso algunas que no corresponden a su naturaleza, y que, en ocasiones, ella misma cae en la tentación de ofrecer. Lo que cabe esperar de una universidad es que sea signo de contradicción, que sea capaz hoy, una vez más, de ir a contrapelo de la época.
Frente al dogmatismo que se ha impuesto en la discusión pública de los más diversos asuntos, la universidad debería ser el baluarte del espíritu crítico que, en lugar de acomodarse con la simplificación de la realidad, escudriña y pone en evidencia toda su complejidad, esa que quieren encubrir las respuestas prefabricadas que se ofrecen hoy a las preguntas difíciles.
Ahora que el mundo rinde una desaforada pleitesía al subjetivismo, la universidad debería afirmar la posibilidad y la necesidad de conocer una realidad que, aunque puede y debe ser interpretada, existe con independencia y más allá de esa interpretación; y, por lo tanto, no debe ser confundida con ella.
Cuando la sociedad ha idealizado a la juventud hasta la idolatría, infantilizándola al mismo tiempo, y hacerse adulto tiene mala fama, la universidad debería ser el crisol en el que se ponga a prueba el carácter, el yunque contra el que se forje la personalidad, para que los jóvenes puedan madurar oportunamente y empiecen a vivir en plenitud.
Ante la “emocionalización” enfermiza de las relaciones y la vida social, la universidad debería reivindicar el poder de la razón para conducir la deliberación, para orientar el debate y el diálogo sobre las cuestiones que a todos conciernen, y para inspirar el ejercicio responsable de la libertad.
Mientras pululan las “casas-estudio” desde las que se escenifican pantomimas para el entretenimiento de las masas, para su solaz con la contemplación impúdica de las miserias humanas, la universidad debería ser, más que nunca, una casa de estudio. Para el culto de la disciplina, de la constancia y del esfuerzo, sin los cuales es imposible el desarrollo fructífero de la inteligencia; para el cultivo ilustrado de las virtudes, las privadas y las públicas, las individuales y las colectivas, que son condiciones necesarias de una vida digna.
Ese es el “debería”, pero no el “es”. Sin embargo, la fe en las universidades ha de renovarse todos los días. Porque hay cosas que, solamente ellas no obstante las limitaciones a las que están sometidas, pueden lograr. Siempre y cuando se asuman y ejerzan como signo de contradicción y no como caja de resonancia del ruido y la furia del mundo, que nada significan.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales
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