La moda ha impuesto hablar de “docentes” para referirse a los profesores. Los profesores deberían ser los primeros en reivindicar ese título. Ser profesor, a fin de cuentas, implica profesar una fe -y hacerlo supone una vocación y exige una peculiar devoción que no siempre resulta fácil cultivar y practicar-. Fe en lo que se enseña. Fe en los estudiantes, y en la posibilidad de imprimirles (en su inteligencia tanto como en su carácter) un movimiento ascendente que los lleve no a lo mejor de sí mismos, sino más allá de lo mejor de sí mismos. Una fe que sólo es posible cuando está alimentada por el amor, por una forma especial de amor de la que deriva su autenticidad y todo su potencial la relación entre profesores y alumnos, que sin amor no puede ser jamás fructífera.
Sería un error confundir ese amor con la complacencia o con la blandura pues, cuando es verdadero, está hecho de exigencia y desafío, de rigor y de rigurosidad, de tensión y antagonismo, de celo y generosidad. Por ello debe expresarse también como autoridad, porque sin el reconocimiento y ejercicio de la autoridad que les corresponde a los profesores -como derecho y responsabilidad propios- es simplemente imposible el cumplimiento de su misión. Sólo así logran los profesores esa entrega absoluta y total al acto de enseñar. Sólo así logran los estudiantes no sólo aprender, sino alcanzar esa autonomía intelectual, esa libertad -que es un imperativo- de cuestionar, “de desechar, de revalorizar, de considerar como meramente hipotéticos los preceptos de su maestro”, como bien lo ha subrayado el ensayista George Steiner, evocando a San Agustín, para quien la pedagogía estaba íntimamente ligada “al enigma del libre albedrío”.
Todo profesor debería recordar permanentemente otras palabras del mismo Steiner: “La enseñanza auténtica puede ser una empresa terriblemente peligrosa. El Maestro vivo toma en sus manos lo más íntimo de sus alumnos, la materia frágil e incendiaria de sus posibilidades. Accede a lo que concebimos como el alma y las raíces del ser…Enseñar sin un grave temor, sin una atribulada reverencia por los riesgos que comporta, es una frivolidad. Hacerlo sin considerar cuáles puedan ser las consecuencias individuales y sociales es ceguera. Enseñar es despertar dudas en los alumnos, formar para la disconformidad. Es educar al discípulo para la marcha (‘Ahora, dejadme’, ordena Zaratustra). Un Maestro válido debe, al final, estar solo”.
Es necesario que los profesores mengüen para que los estudiantes brillen con luz propia. Ese debería ser el lema y el compromiso radical de todo profesor, su aspiración definitiva, la plenitud de su destino. Solamente esa apuesta radical -hasta el último aliento, hasta el ahogo- permite a los profesores llegar a ser “el alma de las almas” de sus alumnos. No hay título más digno que pueda desear un profesor al cabo de su vida.
Quedar solo; apagarse iluminando a otros para que enciendan nuevas y mejores luces. Podría parecer una triste suerte para los profesores, pero no. No existe una soledad mejor acompañada, ni justificación mejor y más noble de su oficio.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales
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