Sin adjetivos

El 23 de septiembre de 2019, el Papa Francisco se dirigió a los empleados del Dicasterio para la Comunicación -el ministerio de comunicaciones de la Santa Sede- en términos cuyo eco debería resonar, justo ahora, con renovada pertinencia.

Tras declararse alérgico a expresiones como: “esto es una cosa auténticamente cristiana”, “esto es realmente así”, el Papa lanzó una advertencia contundente: “Hemos caído en la cultura de los adjetivos y los adverbios, y hemos olvidado la fuerza de los sustantivos”. ¿Acaso no bastaría con decir: “esto es una cosa cristiana”?  ¿Puede haber cosas “inauténticamente cristianas”?  Algo es cristiano o no lo es. Y del mismo modo: ¿Hay algo que no sea lo que es? ¿Se puede decir que algo es, pero no realmente?  (Aristóteles, cuyas estatuas no demoran en defenestrar, se revuelca en su tumba).

Esa cultura, ampliamente extendida en el gremio de los comunicadores y de los periodistas, ha permeado también el mundo académico -en particular, el de las ciencias y las disciplinas sociales-, el debate público -especialmente en ciertos sectores del espectro político-, el involucramiento cívico -por cuenta de algunas formas de activismo, sobre todo aquellas que promueven agendas identitarias-, y, naturalmente, el lenguaje cotidiano.

El adjetivo parece haberse vuelto más importante que el sustantivo.  A veces se emplea, con mayor o menor intención, para matizar un sustantivo incorrecto, y eludir el imperativo de llamar las cosas por su nombre: como ocurre, por ejemplo, cada vez que se designa a un empresario corrupto o involucrado en actividades ilegales como “polémico empresario”.  Otras, el adjetivo se emplea para torturar al sustantivo: para hacerlo decir algo que el sustantivo no dice, no quiere, no puede decir. Así pasa cuando se habla de “justicia social”, o, por estos días, de “justicia racial”.  Como si la justicia pudiera ser otra cosa que justicia. O, peor aún: como si la justicia debiera ser otra cosa que justicia.

El abusivo empleo del adjetivo impone al sustantivo un juicio de valor arbitrario, con frecuencia engañoso, y, por lo tanto, subordina la realidad (¡la sustancia!) al criterio puramente subjetivo de quien la adjetiva.

Sería un error considerar esta cuestión como un mero problema del lenguaje, aunque es verdad que la inflación de adjetivos y de adverbios le ha causado gran daño a la pulcritud del idioma. La cultura de los adjetivos, que en algunos casos ha devenido en auténtica tiranía, plantea preguntas éticas, políticas, y epistemológicas, que, hoy por hoy, se evaden a punta, precisamente, de adjetivos.

Hay muchas cosas que están mal en el mundo. Cosas que es preciso cambiar. Cosas que son -aquí sí que cabe el adjetivo- inaceptables. Pero para hacerlo, hay que volcar el esfuerzo en transformar la sustancia de esas cosas.

Para ello se requiere devolverle al sustantivo su protagonismo, su centralidad, restaurarle su poder y su fuerza -de los que se ha visto expropiado-, romper el velo que le imponen y emanciparlo de los adjetivos.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales