No hay que recurrir al ampuloso lenguaje que resuman las “declaraciones” del ministro de Relaciones Exteriores (pronunciamientos que parecen estar sustituyendo cada vez más las formas habituales y propias de la diplomacia a través de las cuales se expresan las posiciones de Estado) para decir lo evidente: que el fallo proferido el pasado jueves por la Corte Internacional de Justicia constituye un hito -nunca mejor dicho- en la historia de la política exterior colombiana. Para decir las cosas importantes sobran las hipérboles.
Difícilmente habría podido Colombia aspirar a un mejor cierre para la saga de sus controversias con Nicaragua ante ese tribunal. En efecto: con su última y definitiva decisión ¬que bien podría calificarse de conservadora y cautelosa-, la Corte puso punto final al litigio planteado por Managua inicialmente en 2001 y a sus aspiraciones de obtener un título jurídico para el grueso de sus ambiciones sobre el Caribe colombiano. Pero la conclusión del contencioso judicial no significa que se haya resuelto el conflicto bilateral, que persistirá, en términos políticos y diplomáticos, hasta que ambos Estados reconozcan o acuerden un mismo término de referencia sobre el ejercicio de sus derechos.
Como no hay razones para esperar, en el corto o mediano plazo, un acuerdo entre ambas partes -para lograr el cual no bastaría la mejor disposición política de las partes, suponiendo que la hubiera-, no queda otra que aferrarse a lo único que puede cumplir esa función: el fallo del 19 de noviembre de 2012 (del que es indisociable la sentencia de 2007, que echó por tierra las pretensiones nicaragüenses sobre San Andrés, Providencia, y Santa Catalina).
Ese fallo ofrece el más sólido blindaje jurídico para los intereses y derechos de Colombia en el Caribe occidental (en particular, pero no solamente, frente a Nicaragua). A estas alturas, no tiene ningún sentido seguir con el embeleco de su “inaplicabilidad”. Tanto más cuanto están de por medio la sentencia de abril de 2022 -sobre las presuntas violaciones de derechos soberanos y espacios marítimos de Nicaragua por parte de Colombia- y la más reciente, que el Gobierno colombiano esgrime ahora como presea de su más bien magra política exterior.
(En las sonoras palabras del canciller, esta última sentencia constituye un “triunfo erga omnes derivado de la sensatez”, que consagra “el principio de paz en los océanos y paz en los mares del mundo”, y por el cual “se nos recordará por ser innovadores de posibilidades internacionales”. De todo podrá pecar el ministro, pero no de modestia).
Se engaña quien crea que Nicaragua se resignará al frustrante desenlace de su acometida judicial contra Colombia. Tarde o temprano volverá al juego de las provocaciones y de los reclamos. Cuando llegue el momento de enfrentarla, Colombia no dispondrá de mejor utillaje para su defensa que el fallo de 2012 acompañado, eso sí, de las capacidades materiales necesarias para respaldarlo, las cuales es imperativo renovar y reforzar sin dilaciones.
Es hora de empezar a reivindicar el fallo de 2012. Insistir en desdeñarlo no sería sino permitir que Nicaragua siga usufructuándolo gratuitamente, como en buena medida ha podido ser el caso hasta hoy.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales
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