Una atípica excepción

Revisando el listado de los ganadores del Premio Nobel de Literatura es posible encontrar algunos mínimos comunes denominadores en los estilos literarios de los galardonados que nos permiten esbozar la ratio decidendi que la Academia Sueca implementa a la hora de fallar. De estas, es fácil desprender algunas evidentes a simple vista, como su predominante favoritismo por la narrativa en detrimento de otros géneros o la, con suerte ahora cambiante, tendencia de preferir a las plumas masculinas de Estados Unidos y Europa por sobre el resto del planeta. Pero hay una línea roja que en Estocolmo parecen no querer cruzar: premiar a la literatura fantástica y, por ello, el caso de Kazuo Ishiguro es tan particular.

La literatura de ficción tiene un amplísimo espectro donde caben diversas manifestaciones artísticas. Algunas más conservadoras, como la autoficción, y otras más disruptivas, como la ciencia ficción, dejando en el medio espacio suficiente para estilos que, como el realismo mágico o la ficción histórica, han conseguido el beneplácito de Alfred Nobel en diversas ocasiones. Aun así, la fantasía, entendida como aquel reino gobernado por hechiceros, magia, dragones y arpías, constituyó un terreno inexplorado para el máximo reconocimiento literario hasta 2015, cuando Ishiguro publicó “El Gigante Enterrado” y puso al jurado de Estocolmo en el predicamento de qué hacer con su candidatura. Una que ya venía haciendo méritos desde mucho antes.

El nombre de Ishiguro empezó a sonar con fuerza gracias a su conquista en 1989 del prestigioso Man Booker con su novela “Los Restos del Día” y el envión publicitario de la exitosa adaptación cinematográfica con Anthony Hopkins a la cabeza, pero solo sería hasta 2005 cuando estaría en boca de todos con “Nunca Me Abandones”, una novela distópica donde los estudiantes de una escuela de clones humanos viven agobiados por la inminente fatalidad de la misión para la cual han sido criados (no digo más, no se la quiero spoilear). Aquel golpe de timón tensó con fuerza la cuerda de la ficción e inició un juego de miradas entre Ishiguro y la Academia Sueca, esperando a ver quién pestañeaba primero. Entonces, llegó “El Gigante Enterrado”.

Una fábula fantástica sobre una pareja de ancianos que se embarca en un viaje por las tierras místicas de la Inglaterra medieval en busca de su hijo mientras olvidan cosas por una misteriosa neblina que afecta los recuerdos de los habitantes de la región, ¿qué podía salir mal? Prácticamente todo. La participación del mítico caballero Sir Gawain y el cameo de un dragón al que en cierto punto todos quieren matar fueron los riesgosos ingredientes principales de un relato descafeinado que, con toda razón, se cuenta entre lo más discreto de la bibliografía de Ishiguro. Solo en algunos apartes, incluyendo las últimas 10 páginas, donde se reflexiona sobre la memoria y el olvido como componentes esenciales de nuestra humanidad, es que sentimos al Ishiguro de siempre, el que convenció a la Academia Sueca y encontró su redención en 2017 con el Nobel de Literatura. Una atípica excepción que muy seguramente no volveremos a ver en el futuro cercano.

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