Mientras que Moisés fue, esencialmente, un legislador; y Jesús, por su parte, un profeta; Mahoma fue sobre todo un guerrero. Ese rasgo particular de su fundador ha impregnado al Islam desde sus orígenes, y acaso explique, al menos parcialmente, su rápida expansión: bastaron 90 años desde la Hégira (la huida de Mahoma y sus primeros seguidores de La Meca a Medina) para que los musulmanes cruzaran Gibraltar y establecieran su dominio en la península Ibérica, donde permanecieron 7 siglos, hasta su expulsión por los Reyes Católicos. El Islam entraña un proyecto político del cuál es virtualmente indisociable, y su propia evolución acentuó esa tendencia germinal, que aún hoy se manifiesta en forma de teocracias (tanto la del Irán chiita como la de la casa de Saud) o del proyecto de califato trasnacional que sirve de inspiración al llamado Estado Islámico.
Relativamente pronto el Cristianismo estableció una distinción entre la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena, y desde la Querella de las Investiduras se fue allanando el camino a la separación entre Iglesia y Estado, convertida luego en pilar del orden liberal ilustrado y actualmente vigente en Occidente,-incluso allí donde el Cristianismo y sus valores morales siguen teniendo enorme influencia en la vida social. Para el Islam, en cambio, la comunidad de los creyentes (la Umma) está predestinada a realizarse políticamente. Una sucesión de califatos encarnó históricamente esa necesidad, frecuentemente según una fórmula de imperio que arbitraba las diferencias y garantizaba la unidad en la diversidad, proveyendo a los creyentes de una expresión material y simbólica concreta de su identidad colectiva.
Con la liquidación del Imperio Otomano tras la I Guerra Mundial desapareció la última forma política colectiva del Islam. Su sustitución por “Estados”, como resultado del reparto de los despojos imperiales entre las potencias europeas, supuso la imposición de un orden político fragmentado, ajeno al devenir histórico del mundo musulmán, e incapaz de satisfacer la aspiración primordial islámica a la unidad política de la comunidad de creyentes.
Desde entonces distintas fuerzas al interior del Islam se han lanzado en pos de la unidad perdida. Muchas reivindican la vuelta a los orígenes, a la lectura más literal del Corán y la tradición -capaces de subsanar las brechas nacionales, de sublimar los sustratos autóctonos, de darle un sentido escatológico a la acción política- como la ruta que hay que seguir. Esa búsqueda viene ocurriendo desde hace medio siglo. Y es la razón de fondo del terrorismo yihadista, que no es sino la más reciente de sus expresiones.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales
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