Para cumplir satisfactoriamente con los deberes constitucionales y mantener la gobernabilidad, el presidente de la República debe salvaguardar dos tipos de legitimidad: la del origen de la investidura (elección, reconocimiento del CNE y posesión) y la que da el buen ejercicio del cargo. Legitimidades éstas que, por estar ligadas no solo con la legalidad sino también con la ética, se retroalimentan.
Hasta antes de los escándalos -la publicación de las conversaciones de Benedetti con Laura Sarabia y especialmente de las confesiones de Nicolás Petro y su exesposa Daysuris Vásquez-, la legitimidad de origen del presidente Petro se mantenía en un buen nivel, pero las últimas confesiones colocaron esta legitimidad en una crisis que de no superarse se convertirá en un palo en la rueda de la legitimidad de ejercicio, y por ende de la gobernabilidad. La misma que durante el primer año de gobierno tuvo nubarrones fruto de la fractura entre las expectativas suscitadas con las reformas presentadas al Congreso y los abundantes anuncios de políticas públicas, y las realidades de la aprobación e implementación. Así, por ejemplo, la locomotora de la “paz total” constituida por el inicio del cese bilateral del fuego por 180 días con el Eln y la instalación del comité de participación de la sociedad civil, perdió impulso pues simultáneamente estalló el último escándalo.
No es la primera vez que la legitimidad de origen se ve afectada. Por el manejo de dineros ilícitos en las elecciones de 2014, el gerente de la campaña Santos termina en la cárcel. En 2018, por la misma razón Óscar Iván Zuluaga tiene que hacerle frente al drama. Y en 2022, con Nicolás Petro, la historia tiende a repetirse: las declaraciones, el organigrama de la Fiscalía, las filtraciones a la prensa, el anuncio de la “prueba reina”, el desgaste emocional, el cambio de agenda del Gobierno.
El proceso 8 mil por la financiación de la campaña de Ernesto Samper y varios congresistas por parte de la otrora mafia caleña, con un régimen constitucional diferente y menos estricto, implicó un inmenso desgaste institucional, debido, entre otros aspectos, a que Samper con su “todo fue a mis espaldas” quiso evadir su responsabilidad perdiendo ostensiblemente legitimidad. Tan asiduo es este expresidente a las medias verdades, que aún hoy afirma que fue “declarado inocente”, cuando la realidad dicta que la Cámara de Representantes del momento tuvo que “precluir el caso”, o sea abstenerse de continuar adelantando el juicio por insuficiencia de pruebas, es decir, porque no apareció la “prueba reina”, lo cual es bastante diferente a la “inocencia”.
El caso del presidente Petro es distinto desde el comienzo y seguramente también lo será su desenlace, pero su dinámica en lo legal y político ya comenzó y no se detendrá ni siquiera con el cambio del Fiscal. Hasta ahora hemos observado rasgos de la telaraña de corrupción que tejieron Nicolás Petro y su exesposa, con el trasfondo de la batalla política que libra el fiscal Francisco Barbosa contra el presidente de la República. De esta, no es sino traer a colación el espectáculo brindado en la captura de los implicados y en su posterior liberación.
Lo cierto es que la dinámica promete durar años de desgaste institucional y detrimento de la imagen y gobernabilidad del presidente con el correspondiente perjuicio al bien común nacional.
¿Qué hacer para controlar o disminuir el daño? La respuesta de Petro de apartarse de su hijo y hablar de un pleno respeto a la institucionalidad judicial es insuficiente. Conviene que, a solicitud del mismo presidente, líderes del “Pacto Histórico” y de la sociedad civil con alta credibilidad por su trayectoria y criterio, conformen una comisión que le presente al país un informe ético sobre la financiación de la campaña.
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