El escándalo desatado por la violación de los topes establecidos para la financiación de la campaña del presidente Gustavo Petro y por la posible recepción de dineros ilícitos es el tema que desafía poderosamente al régimen democrático colombiano. A pesar de las normas constitucionales y legales establecidas para disuadir su práctica, los atajos se han multiplicado y gozado de impunidad en los procesos electorales posteriores al escándalo del proceso 8.000, amparados en la ética flexible que caracteriza el ejercicio de la política en Colombia.
De poco han servido las normas constitucionales y legales para enervar y castigar las diabólicas mañas de uso corriente en el opaco mundo de la política, avaladas por el silencio temeroso de las gentes, pero no por ello cómplices de sus victimarios.
El Acto Legislativo No 1 de 2009 introdujo el artículo 109 constitucional que estableció que “la violación de los topes máximos de financiación de las campañas, debidamente comprobados, será sancionada con la pérdida de investidura o del cargo”. Adopta una responsabilidad objetiva que excluye el supuesto de no haber tenido conocimiento del ilícito para arropar su conducta bajo el manto de que “todo ocurrió a sus espaldas”.
Al CNE le corresponde determinar si tal violación de topes se produjo y remitir el expediente a la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, la que decidirá si existen los motivos para acusar ante el Senado al presunto infractor y, de encontrar evidencias de conductas ilícitas, enviará las pruebas a la Corte Suprema de Justicia para su juzgamiento, previo juicio político. La Corte Constitucional ha considerado que la vulneración de los topes debe considerarse gravísima por sus proporciones y efectos para sustentar la sanción de separación del cargo, condiciones hoy satisfechas con las pruebas ya conocidas, posiblemente complementadas con las que resulten de las investigaciones que se adelantan contra Armando Benedetti y Laura Sarabia y con las mentiras de Roa.
La situación que vivimos exige el correcto desempeño de las autoridades que integran la institucionalidad y pone a prueba su capacidad para cumplir con sus deberes constitucionales y legales, de los que dependen la vigencia y fortalecimiento del régimen democrático. El reto es inmenso para el CNE, el Congreso y la Justicia que han sufrido reparos justificados, y aún algunos de ellos padecen circunstancias que han demeritado su accionar y comprometido la confianza ciudadana. La recta aplicación de sus competencias constituye garantía irremplazable para la superación pacífica y necesaria de una situación que debería confirmar el fortalecimiento de la democracia y no su decaimiento.
Todos esperamos que las instituciones permitan divisar la salida del entuerto creado y permitir su desenlace, aún en un ambiente enrarecido, cuyos efectos nocivos pueden llegar a ser insostenibles para el orden jurídico e institucional de Colombia. No es el momento para encubrir la evidencia que aflora por razón de sentimientos partidistas e intereses inconfesables. En estos tiempos convulsos el mejor y más convincente cambio es el de que las instituciones cumplan con independencia y transparencia las funciones que les son propias.
Lo contrario sería desandar el camino que con tanto esfuerzo estamos construyendo para vivir en el país que queremos merecer.
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