El segundo año del gobierno de Petro apunta a ser aún más controvertido que el vivido en el año que expiró. Los escándalos que lo circundan, las derrotas en el Congreso en el trámite de sus reformas, la ineptitud de sus ministros en el manejo del orden público y en el quehacer cotidiano, han acrecentado una veloz pérdida de confianza de la ciudadanía en la capacidad del gobierno para enfrentar y resolver el cúmulo de desafíos que se acumulan y atormentan a los colombianos.
El acuerdo nacional que Petro propone hoy no será con los partidos políticos y la institucionalidad, sino que se fundará en polémicas iniciativas que afloraron durante la campaña presidencial y desataron legitimo rechazo de la mayoría de los sectores sociales y políticos del país. Su insistencia en el acuerdo nacional expresada en su discurso del 20 de julio apunta a una supuesta reconciliación nacional fundada en etéreo concepto de perdón social con el que pretendió en la campaña justificar la incorporación de todos los convictos por corrupción y narcotráfico a la paz total. Procurar ahora la aplicación de normas de justicia transicional a delincuentes comunes rompe con la normatividad vigente avalada por las Cortes Suprema y Constitucional y desconoce las obligaciones contraídas en la Convención de Palermo, que obliga a combatir y castigar a las mafias. Desconocer que las amnistías e indultos están reservados para los delitos políticos abre la puerta para que cada organización narcotraficante adquiera beneficios a cambio de nada y constituye la más perversa e intolerable versión del perdón social.
Tanta laxitud equivale a una situación de no retorno, en la que el Clan del Golfo, los combos de Medellín, las estructuras criminales en Buenaventura y Quibdó, la Segunda Marquetalia, y la disidencia de las Farc de alias “Mordisco”, sean incorporados a la sociedad por una ley de reconciliación nacional. Danilo Rueda lo confirma al afirmar que “no se trata de perdón judicial, ni de conceder amnistías en indultos, sino de construcción conjunta de un proyecto de paz con justicia social y ambiental”, recalcando que “constituye la posibilidad de un reencuentro de los colombianos para la convivencia, en el que el narcotráfico no puede estar excluido de los acuerdos por un nuevo país en paz”.
Esa es la bandera del presidente en estas elecciones regionales, casando diaria pelea con diversos actores y sectores de la vida nacional y cuestionando el desempeño de la institucionalidad democrática. A dos meses de las elecciones regionales alienta el control territorial y de sus comunidades por los beneficiarios de la generosidad presidencial, cuyo poder se ejerce en 687 municipios con riesgo extremo y alto, en las capitales como Arauca, Florencia, Cúcuta, Neiva, Quibdó, y en las localidades de Bogotá, Usme, Kennedy, Ciudad Bolívar y Sumapaz, sin respuesta de la Fuerza Pública acuartelada, abandonando a las poblaciones al imperio de los criminales que han convertido el asesinato en método de selección y por tanto de elegibilidad.
Consentir la violencia en las elecciones de octubre desafía la legitimidad de la democracia que es hoy el único bien que no podemos entregar a los violentos.
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