Los colombianos nos hemos demorado en entender, como declaró Winston Churchill, que los demócratas no podemos pactar “con el mal impenitente.”
Según la encuesta más reciente de Invamer, por primera vez desde el 2006, una mayoría abrumadora de los colombianos está en desacuerdo con “sacrificar parte de la justicia por negociar la paz.” Si la paz se refiere al silencio de las armas, la reconciliación nacional, la tranquilidad cotidiana y el imperio de la ley, está más lejos que hace un año. Sin embargo, hoy el peso humillante de la injusticia duele más que el temor a la violencia.
La situación era muy distinta entre los años 2006 y 2013. Se materializaban espectaculares reducciones en nuestras tasas de secuestros y homicidios, que anteriormente habían sido de las más altas del mundo. Cada año caían menos soldados en combate, se abatían más delincuentes y crecía la confianza en el futuro del país. Nadie contemplaba la futura imposición de injusticias atroces por parte de poderosos criminales - ni de capos dando órdenes desde prisiones palaciegas, ni del terrorismo gobernando un territorio del tamaño de Suiza-. Sin embargo, se aceptaban ciertas concesiones pragmáticas a aquellas organizaciones dispuestas a desmovilizarse para consolidar una paz cada vez más cercana. Con pocas excepciones, durante ese periodo, el 40-60% de los colombianos estaban dispuestos a sacrificar la justicia por la paz.
Entre 2013 y 2022, años marcados por el proceso de La Habana, surgió un nuevo paradigma. La seguridad siguió mejorando modestamente, aunque con algunos retrocesos en materia de cultivos ilícitos y delincuencia urbana. Surgió la narrativa de que para seguir progresando era imprescindible un pacto faustiano con las Farc. Nos enteramos que tendrían curules garantizadas en el congreso, que podrían lavarse las manos de las peores atrocidades sin pasar un día en la cárcel, y que se negociaría nuestro modelo económico con Marxistas. Sin embargo, se nos prometió que nuestra actitud magnánima y conciliadora sería recompensada con la desmovilización de las Farc, la derrota de sus vestigios, y la consolidación de una democracia estable y próspera. Atraída por estos “dividendos de la paz,” una minoría considerable de colombianos -entre 30 y 45%- aún optaba por sacrificar la justicia por la paz. En julio del 2022, esa minoría llegó a su punto máximo, seducida por el canto de sirena de la Paz Total.
El último año hemos presenciado un proceso que, lejos de consolidar la paz, sólo ha intensificado la injusticia. A diferencia de las Farc, el Eln se rehúsa a “cuidar parques o cosas por el estilo,” afirmando que nunca aceptará desmovilizarse. Considera que, si no puede secuestrar y exportar cocaína, se le está “asfixiando económicamente,” por lo que exige un fondo internacional para abastecerse en un país con millones de personas decentes en la pobreza.
Lo exige una guerrilla colombo-venezolana de 5.000 integrantes, mucho menor que los 20.000 miembros de las Farc o los 30.000 paramilitares que nos amenazaban en el 2002. Se lo exige a un estado cuyo presupuesto militar es el cuarto más grande de América y cuyos valerosos soldados son los más preparados del continente. Aun así, un gobierno negligente permite que suban los secuestros y que se reduzca en un 71% la erradicación de cultivos, sin siquiera considerar dejar la mesa de negociación. Hoy, solo el 25% del país sacrificaría la justicia por la paz. Recordemos las lecciones de nuestra época y recuperemos la justicia para volver a vislumbrar la paz.
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