Cómo pasa el tiempo. La “querendona, trasnochadora y morena”, “la ciudad sin puertas” y “la Perla del Otún” -tres nombres distintos y una sola perla verdadera- cumple sus primeros 160 años de vida, y parecía joven. Encaramada sobre la Cordillera Central de los Andes, adornada con el verde paisaje cafetero, se yergue majestuosa la ciudad cuyo acto fundacional se produjo en 1863, en honor al abogado José Francisco Pereira Martínez, compañero de Bolívar en las faenas libertarias, quien quiso construir una ciudad por los lados de Cartago Viejo y para el efecto destinó en encargo parte de sus tierras al Padre Remigio Antonio Cañarte.
Y fue así como a los pocos días de morir el hombre, el padre Remigio comandó una caravana de aventureros en trance de pobladores, la mayoría antioqueños especialistas en descuajar monte, y dieron forma a las primeras 12 casas, sus hogares, y erigieron una pequeña capilla donde el sacerdote celebró la misa primigenia de la Villa de Pereira, en la esquina de lo que es hoy la calle 19 con carrera octava, Plaza de Bolívar, lugar exacto donde don Octavio, mi señor padre, venido de Yarumal, tuvo a bien fundar su primer almacén textilero (que sobrevivió casi 70 años) mismo local donde tuvo lugar una de mis primeras entrevistas para El Siglo, con el poeta Luis Carlos González Mejía, compositor de “La Ruana” -especie de himno de Pereira- y quien definiría nuestra ciudad con el título de esta columna.
Era tan tímido que no quería que lo vieran concediendo entrevistas en su oficina del Club Rialto, con reflectores y cámaras, y prefería una sede “alterna”, allí, tapado para la foto entre bultos marca Fabricato, Coltejer, Omnes e Indulana.
Allí anda Pereira, muy oronda, centro comercial por excelencia, ubicada en el justo medio del “Triángulo de oro de Colombia” (Bogotá, Medellín, Cali) cobrando cada día más protagonismo, y hasta su equipo de fútbol el año pasado, ya sin el “Maestrico” Jairo Arboleda -mejor futbolista que he visto en persona, por los 70s- obtuvo, después de 78 años de perder el balón, su primer título, y ahora deslumbra en la Copa Libertadores, gracias a los milagros del furibundo hincha, Padre Antonio José Valencia, gritando desde el cielo, iluminando la narración del Tato Sanínt, “Voz de Oro de América”. Y recién perdimos a otra gloria pereirana, la patinadora Luz Mery Tristán, exportada a Cali desde pequeña, recientemente masacrada por su miserable pareja sentimental.
Nos viene a la memoria cuando solíamos salir al parque, con la gran atracción de ver al “Bolívar Desnudo”, sublime obra del maestro Arenas Betancur, antes de seguir hasta la Lucerna a comer conos de vainilla- los mejores del mundo- e ir al famoso y minúsculo Confite, ya inexistente, a saborear salchichas con jugo de lulo, al pie del Teatro Caldas, y por las noches rematábamos en el Lago Uribe, degustando helados de coco en El Trópico. Los domingos era obligatorio hacer el “paseo de olla” por inmediaciones del Aeropuerto Matecaña para ver aterrizar aviones y luego pasar a darle vueltica a los congéneres enjaulados en el vecino zoológico del mismo nombre, antes de que escaparan del hoy Parque Ukumarí y fueran masacrados, por pura precaución.
Post-it. Y hoy sigue vigente la premonición del Padre Valencia: “Quien de Pereira se va, a Pereira regresa”. ¡Felices 160 agostos, pueblito del alma!
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