POST-COLUMNA
En cielos de Rusia

Bien sospechoso el reciente accidente de un avión privado que volaba entre Moscú y San Petersburgo, pues no era una nave cualquiera: en su interior viajaba nadie menos que el señor Yevgueni Prigozhin, gran amigo, “parcero” y cómplice del Hijo de Putin en la guerra sucia contra sus enemigos comunes. El ahora “finado”, recordemos, era líder de una agrupación paramilitar llamada Richard Wagner–en homenaje al músico favorito de Hitler- con unos 30 mil hombres activos, con sucursales en Crimea, Siria, Libia, Sudán y Mozambique y hace un par de meses le propinó al dictador un “golpe duro”, con tanquetas y todo, hasta que se frenó, entrando al Kremlin.

El mismo Putin lo había rescatado de vender perros calientes en la calle y lo sentó a manteles en su palacete, primero en la cocina, luego en el comedor, lo untó de billete y nadie pudo creer que Prigozhin fuera a “patear la lonchera”, cual perro rabioso contra el régimen, por supuesto instinto de conservación de su grupo mercenario frente al accionar de algunos “clanes” que merodean en torno del poder ruso. Nadie supo qué ocurrió “entre bambalinas” y si el dictador ruso estaba resentido con Prigozhin o seguían siendo amigos (a lo Petro e Ingrid) pero su muerte levanta un manto de dudas, porque allá ninguno de los enemigos de Putin se muere de muerte natural.

Casos de “superación personal” como la de Prigozhin no son comunes. Que yo recuerde, en Bogotá D.C. (Distrito Criminal) a principio de los 80’s, mi amigo Juan Ruiz pasó de vender “pinchos” en la Gallera San Miguel (donde me llevaba mi primo Primitivo) y luego de “amasar” alguna fortuna y de encontrarse un billete de 20 mil en la calle, inauguró tremendo restaurante de corte españolete por la Pepe Sierra, luego otro por la 7ª vía Chía, y uno más en Santa Marta.

Y tal referencia no se irá de mi memoria, por dos razones: una, cuando se inauguraba Juanillo, en diciembre del 86, mi cuñado banquero Sergio Restrepo me había invitado a Pozzetto y como yo estaba invitado para aquel evento, lo convencí del cambio de sede, y nos fue bien, porque escapamos del “golpe duro” propinado por un tal Campo Elías, ex boina verde de USA, que acabó hasta con el tendido del gato, asesinó a 30 comensales y antes de que lo acribillaran los policías, les gritó: “tengan piedad de este pobre huerfanito” (acababa de apuñalar a su mamá en Chapinero); y otra, en agosto del 89, un día después del magnicidio de L.C. Galán cuando, en compañía de mi hermano Bernardo y de un amigo llamado “Iván, el Terrible” nos agarró la noche  en  las Fiestas del Mar en plena e inoportuna ley seca y de no haber sido por los buenos oficios de don “Juanillo”, que recién levantaba su restaurante en El Rodadero, nos hubiera tocado ahogar a palo seco el doble guayabo -físico y moral- de los acontecimientos de la víspera. Pero pudimos paliar la pena con aguardiente antioqueño camuflado en pocillos de tinto, para el asombro -y envidia- de los comensales vecinos que debieron pasar la rabia a punta de Kola Román.

Post-it. En temporada de huracanes, en Casa de Nariño el Cielo se enrarece: re- coronan a la Zarina Laura -toda ella sub judice- y se despeluca la Rusinque, quien posiblemente se vaya para Rusia.