BIONAUTA
A la gente hay que oírla

Las manifestaciones callejeras contra las cartillas del ministerio de Educación me recordaron las de febrero de 2008, la mayor expresión popular en la historia nacional. En esa ocasión marcharon casi cuatro millones de personas, sin convocatoria gubernamental, sin publicidad agobiante, sin políticos de ocasión, sin buses para recogerlas, sin lechonas, compromisos ni promesas. Marcharon porque creían en lo que querían expresar. No había pregunta previa, ni umbrales, ni temas disfrazados o empaquetados. Lo que había era un sentir único, colectivo, espontáneo y contundente. Millones de colombianos marcharon para decir NO a las Farc. 

Esa es la expresión cruda del plebiscito. La verdadera voz del pueblo en cabildo abierto, manifestando lo que quiere y lo que rechaza. Y el gobernante está, o mejor, estaba obligado a escucharla cuando inició negociaciones con las Farc. Hoy, ocho años después, por supuesto que los colombianos queremos la paz -siempre la hemos querido- pero el rechazo a las Farc no ha disminuido. La gente, que lloró viendo los campos de concentración, rechaza la impunidad para quienes concibieron y ejecutaron tantas atrocidades. La gente no los quiere como sus representantes en el Congreso y ellos no merecen tal representación. 

A la gente hay que oírla. Y en ese tono, cambio de tercio para volver sobre las manifestaciones contra otra imposición: la ideología de género. La voz del pueblo en las calles no es cosa baladí. Las  “tales manifestaciones” fueron multitudinarias. El pueblo habló y el Gobierno debe escucharlo, porque los valores, que son una construcción ética, cultural y colectiva, como la armadura de una sociedad, no se imponen por decreto ni se cambian por cartilla. La necesaria tolerancia hacia las minorías no se puede convertir en intolerancia contra el sentir mayoritario, que también merece respeto.

La tolerancia no se aprende en cartillas, más allá de una definición. Como todos los valores, se aprende del ejemplo, en el hogar, la escuela y todos los espacios de interacción social, incluido el de las relaciones entre gobernante y gobernados. La arrogancia del poder es la peor intolerancia.

La Ministra no dio ejemplo; cayó en confusiones, ataques y evasivas, mientras el Presidente guardó silencio hasta donde pudo, porque nada diferente a la firma de los acuerdos merece su atención, para intentar "lavarse las manos" al final, menospreciando una vez más la voz del pueblo. 

Hay un país afuera de las negociaciones. A la gente también le preocupa la carestía, la corrupción, la seguridad y, claro, la defensa de “su rancho”, de la familia y de su autonomía para elegir la educación en valores de sus hijos.  

Santos debería escuchar con mayor atención esa "voz del pueblo" y confrontarla con la agobiante propaganda que contrata su gobierno. Como rechazó que se le metieran al rancho de su entorno familiar, la gente rechaza también que  hayan sentado a las Farc como altos negociadores, a legislar, a cambiar lo habido y por haber en el campo y en nuestras instituciones, y hasta en la política contra las drogas sin dejar de ser narcotraficantes. La gente quiere que devuelvan su dinero mal habido y las tierras despojadas. La gente quiere que pidan perdón y abandonen la arrogancia revolucionaria para justificar sus crímenes. 

La gente no quiere votar a ciegas –SÍ o No– por un paquete mal armado, donde se mezclan los afanes del Gobierno con los objetivos del comunismo internacional reflejados en los acuerdos. La gente somos ustedes y yo, amigos lectores, y todos los colombianos que hoy volverían a marchar por millones contra las Farc, como marcharon contra la política de género. 

@jflafaurie