Cada ser humano es valioso en sí mismo, por el solo hecho de estar encarnado. El equivocarnos no resta nada de ese valor; por el contrario, si aprendemos del error, nos honramos y crecemos.
Cuando estábamos aprendiendo a caminar nos caímos, innumerables veces. Nuestros padres o cuidadores, en una mayoría afortunada de los casos, nos estimularon a levantarnos e intentarlo nuevamente, nos dieron la mano y nos apoyaron todas las veces que nos volvimos a caer. Eso es lo natural, porque la vida por definición está alineada con el Amor, esa fuerza presente en todo lo que existe y que se manifiesta en sentimientos de compasión y misericordia. Ahí está la paciencia.
Aprendimos desde pequeños que los errores generaban consecuencias. Golpearnos con cada caída nos ayudó a estar conscientes de la incomodidad y el dolor. A medida que continuamos nuestro proceso de socialización también aprendimos que las consecuencias de nuestros errores no son solo para nosotros, sino también para los demás. Con ello empezamos a desarrollar la empatía, a solidarizarnos también con el dolor ajeno. Sin embargo, nos seguimos haciendo daño unos a otros, voluntaria o involuntariamente, porque se nos atraviesan nuestros egos, esas pasiones dominantes y distorsiones cognitivas que emergen en cada persona todos los días. Depende de tales manifestaciones egoicas que desarrollemos la paciencia, más o menos. O que de plano no la ejerzamos.
Los avances de la humanidad no tienen que ver solamente con desarrollos tecnológicos y avances científicos. A la final, de nada nos sirven la tecnología sin compasión y la ciencia sin consciencia. Necesitamos, entonces, alinearnos cada día con ese Amor esencial y comprender que nos equivocamos, que los demás también yerran, a veces en pequeño, a veces en gigante. Claro, es preciso enmendar los errores, reparar, desagraviar. Con la consciencia de ello, también es necesario desarrollar la paciencia con quien se equivoca, empezando con nosotros mismos. Esto no es sencillo, justamente por la influencia de nuestros egos; necesitamos la guía divina, porque no podemos solos.
Nuestras culturas occidentales, en las que vivimos una competitividad feroz y se exaltan la venganza, la exclusión y el odio, parecería absurdo cultivar la paciencia. Vivimos, por lo general y con afortunadas excepciones cada vez más crecientes, en la práctica de “al caído, caerle”, porque gracias a su error -o a lo que nos parece errado- puede ser castigado, maltratado. Yo también lo he hecho, me duele por quienes he marginado y me abrazo en mi error. No se trata tampoco de continuar relaciones insanas, sino de no albergar resentimiento por personas que nos han herido. La Divinidad nos tiene paciencia: démosle gracias, al igual que a quienes han sido y son pacientes con nosotros. ¡Pidamos auxilio para desarrollarla!
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