Las palabras tienen un enorme poder. Unas veces, crean realidades que, de no pronunciarse, jamás existirían; otras, las encubren hasta lo invisible. Quizá en ningún ámbito de la vida social tenga el poder de las palabras tanta repercusión como en el terreno político. A fin de cuentas, el de la política es el universo del poder.
Por eso el uso del lenguaje nunca es inocuo. Lo saben y lo reclaman, hasta la exageración y el ridículo, los promotores del lenguaje incluyente, generalmente más versados en activismo que en gramática. Lo saben, y se aprovechan de ello, los que frente a cada decisión política contraria a sus preferencias e intereses particulares denuncian, clamorosamente, la ocurrencia de un “golpe de Estado”. Sacan ventaja por partida doble: con el calificativo, se ahorran la carga de la argumentación (¿es necesario acaso justificar la repulsa de un golpe de Estado?); y de paso, estigmatizan a quienes piensan distinto. Corren, eso sí, el riesgo de no ver un golpe de Estado cuando de verdad se encuentran con uno, y de acabar pactando con el diablo en aras de aparentar un mínimo de coherencia.
Esto es, precisamente, lo que ha ocurrido a propósito de la destitución de Dilma Rousseff. Se puede estar en completo desacuerdo con la decisión del Senado brasilero. Se puede (y se debe) subrayar el hecho de que muchos de quienes votaron contra ella en el proceso están siendo investigados por delitos más graves que las faltas invocadas para incoar el juicio político. Se puede insistir en la traición de Temer y en su impopularidad, y cuestionar su “gobierno de sólo hombres blancos”. Se puede advertir que desalojar a Rousseff de Planalto no resuelve nada en el fondo, y que no es más que una débil distracción de los profundos problemas del sistema político brasilero. Pero afirmar que allí se ha consumado “un golpe parlamentario-mediático-empresarial”, y que la destitución de Rousseff constituye “el eslabón más reciente de una serie de golpes blandos que empezó con el derrocamiento del presidente de Honduras, Mel Zelaya, en el 2009, y siguió con el de Paraguay, Fernando Lugo, en 2014”, es ya otra cosa. Aunque lo diga el hijo del connotado politólogo Guillermo O’Donnell, invocando para ello la autoridad de su genealogía.
Así, de tanto ver conspiraciones tripartitas y golpes blandos, se puede acabar perdiendo de vista lo que, mientras tanto, ocurre en Venezuela: la militarización, el sometimiento de la judicatura, la represión política… ¡Y eso sí es un golpe con todas las letras!.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales
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