Cuando un niño arma broncas injustas o dice mentiras, sus padres lo reprenden; las universidades expulsan a los estudiantes que cometen plagio; los empleadores despiden a los trabajadores que traicionan la confianza. Por mentir descalifican a reinas de belleza, sancionan a deportistas y evasores; se cobran multas y se inician divorcios.
En el mundo como lo habitamos la mayoría de los mortales, fracturar la verdad tiene consecuencias. Descalificar al otro, basándose en acomodaticias distorsiones de la realidad, tal vez no sea siempre punible, pero nunca será correcto.
La verdad debería tratarse –como decían en el colegio- “con más respetico”; por principio de rectitud, por consideración a la inteligencia del otro, y porque debería ser un pilar de la convivencia; y también porque un abusador (de cualquier índole), se expone a ser sujeto de sanción moral, social, legal o económica.
Lo curioso es que ese entendido casi universal, parecería no aplicar en el caso de algunos políticos en campaña. Es como si un tóxico spray de súper-poderes, revistiera el hábito de unos cuantos candidatos, dándoles la inicua (no inocua) potestad de amedrentar y/o mentir impunemente. Como si todos los electores fuéramos totalmente idiotas, parcialmente cobardes o tristemente intimidables. ¿De verdad no nos importa?
Pretender enredar a los electores a punta de zancadillas, de acusaciones sin fundamento y calumnias sofocantes, es un acto primitivo, por lo general desesperado y conceptualmente pobre; se ha vuelto endémico, y cual destroyer de una pésima película, arrasa con lo que se le atraviesa, resta dignidad, ofende la capacidad de pensamiento y mina la posibilidad de establecer relaciones de confianza.
Y además, da un funesto ejemplo. Lo menciono porque en mi generación, el ejemplo -bueno o malo- es algo relevante.
Uno creería que un hombre como Vargas Lleras podría competir por la presidencia de la República sin necesidad de distorsionar riesgos y posibilidades, inventarse fantasmas y descalificar contendores. Él es inteligente, conoce el país, tuvo siete años de altos cargos gubernamentales para hacer campaña “sin querer queriendo”; regaló casas, construyó carreteras, llevó agua potable y tiene un inmenso poder sobre la maquinaria política. Claro, también se le facilita el ejercicio del coscorrón y el autoritarismo, como si los colombianos fuéramos prófugos de un internado del siglo XIX y por alguna razón él pudiera cogernos a cocotazos físicos y metafóricos. Su tonito intimida, y uno queda con la sensación de haber sido regañado por un señor furioso.
Lo que más me asusta de Vargas Lleras es que cada vez se me parece más a Álvaro Uribe. Se está convirtiendo en la versión rola del senador ex presidente, y eso da miedo. Miedo político, miedo por el destejido social, miedo porque echar reverso en lo que se ha avanzado en construcción de paz, sería un suicidio. Dice -y lo reitera con enojo- que no ha tenido ningún acercamiento con Uribe. Peor aun si por pura telepatía se identifican tanto.
Si eso es ahora, ¡cómo será cuando sellen una alianza, y la firmen con tinta de su propia piedra, líquida y acumulada!
ariasgloria@hotmail.com
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