Entre los defensores del constitucionalismo liberal es bien conocido el dictum de Lord Acton: “Power tends to corrupt, and absolute power corrupts absolutely”. Loewenstein también advirtió sobre el “carácter demoniaco” del poder, del cual nadie -ni el más virtuoso de los hombres- suele escapar una vez elevado a sus alturas. Por eso resulta necesario imponer límites a su ejercicio, domeñar sus impulsos arbitrarios, sujetarlo al imperio de la ley. De lo contrario, todo poder acaba en tiranía.
El poder no sólo corrompe. También protege, inmuniza y sirve de parapeto del que se prevalen quienes lo detentan -incluso en los Estados de Derecho más consolidados (ni qué decir tiene de los Estados con instituciones débiles)-. Nunca ha sido fácil aplacar un demonio. Pero incluso a quienes se consideran intocables, les llega el momento de saldar cuentas con la historia. Y a veces, también con la justicia.
Así ha sido por lo menos desde los juicios de Núremberg y Tokio, al término de la II Guerra Mundial. Durante los últimos 70 años se ha desarrollado un esfuerzo sostenido por establecer y asegurar el imperio de la ley a escala global que ha conducido a la aparición de la justicia penal internacional y del constitucionalismo global. La transición democrática en muchos países también ha servido para llevar ante los tribunales a dictadores desgraciados y caídos en desgracia.
En 2002, Slobodan Milosevic se convirtió en el primer ex jefe de Estado en ser juzgado por crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y genocidio. Murió antes de ser condenado, pero en la sala de la infamia universal se le recordará siempre como “el carnicero de Belgrado”. En 1998 Pinochet fue detenido en Londres con fundamento en la jurisdicción universal en materia de derechos humanos. Charles Taylor fue el primer ex jefe de Estado condenado por un tribunal internacional. Saddam Hussein fue ejecutado en 2006, tras ser juzgado por un tribunal iraquí. La Corte Penal Internacional ha ordenado el arresto del presidente sudanés, estuvo investigando al de Kenia, y actualmente comparece ante ella el expresidente marfileño Laurent Gbagbo.
Son otros más (Fujimori, Gadafi, Mubarak, Ríos Montt) los que, de algún modo, han acabado en el banquillo. Aun así, son menos de los que deberían ser. Pero una cosa es clara: el poder corrompe como siempre, pero ya no protege como antes. Sobre todo, cuando se pierde. Tal vez por eso los tiranuelos de hoy se aferran a él tanto como pueden. Y por eso es a veces tan difícil deshacerse de ellos.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales
- Inicie sesión o regístrese para enviar comentarios