Indiscreciones de la señora Bachelet

El pudor es virtud privada y pública. Y también cívica y política. Harían bien los ciudadanos en ejercer pudorosamente su ciudadanía. Pero, sobre todo, deberían practicarla los políticos. Los de casta y linaje (que los hay de todos tipos, y en todos los regímenes), los de profesión y oficio (que acaso no saben hacer ninguna otra cosa, y está bien que así sea), los advenedizos (más o menos improvisados, pero siempre convencidos de su talento y destino, como el burro flautista de la fábula de Iriarte), y, por supuesto, los “anti-políticos”. Especialmente ellos, los “anti-políticos”, vengan de donde provengan y cualquiera sea su bandera:  por alguna razón, los anti-políticos, los “alternativos”, tienden aún más que los políticos, los “tradicionales”, a toda suerte de impudicias.

Pero acaso sea mucho pedirles. A los ciudadanos y a los políticos. No es fácil, para ser honestos, practicar una virtud como el pudor en estos tiempos, en los que se rinde un desaforado culto al exhibicionismo -físico, patrimonial, emocional, intelectual- en fin, de cualquier tipo. ¿Qué otra cosa son las redes sociales, sino grandes ventanas por las que algunos se muestran y a las que otros se asoman, vitrinas para ostentación de jactanciosos y escaparates para entretenimiento de morbosos?  Y si los ciudadanos pierden el pudor, ¿por qué se iban a esforzar en cultivarlo los políticos?

Los políticos tienen, además, una fácil inclinación a la impudicia. Es, quizás, un efecto colateral del narcisismo que los caracteriza, y que es prerrequisito del oficio.  Los grandes líderes políticos han librado, y no sin esfuerzo, batalla en ambos frentes. Los politicastros, por el contrario, se refocilan con lo uno y con lo otro. A los grandes líderes políticos, semejante lucha les ha llegado a costar su destino.  El narcisismo y la impudicia de los politicastros, tristemente, se ha convertido en clave de su éxito. Ciudadanos narcisistas e impúdicos, incluso, los aplauden.  Llegado el momento de votar, llegan incluso a premiarlos.

Que la señora Michelle Bachelet tiene derecho a tener sus preferencias políticas, está fuera de duda. Que, como chilena, tiene derecho, además, a votar en las elecciones que hoy decidirán quién gobernará su país los próximos cuatro años, también. Ni que decir tiene de su derecho a expresarse libremente, sobre lo que quiera, como le plazca, cuando se le antoje. Pero el ejercicio de todo derecho supone, siempre, algún tipo de discernimiento; y hay ocasiones en que lo correcto es abstenerse de ejercer un derecho, por muy legítimo que pudiera ser a la hora de invocarlo.

Es lo que hubiera debido hacer la señora Bachelet, en lugar de proclamar incontinentemente sus simpatías por uno de los candidatos (cuál, es meramente una anécdota). Reservarlas para el íntimo momento de su voto, ante la urna electoral.  Porque, además de ciudadana y de chilena, la señora Bachelet es Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos; y debería honrar, pudorosamente, esa investidura, respetar los límites que la acompañan -aunque no estén escritos en ninguna parte-.  Aunque quizá eso sea pedirle demasiado.

* Analista y profesor de Relaciones Internacionales