Todos navegamos lo mejor que podemos en medio del oleaje marcado por nuestras sombras y nuestras luces. Cuando no nos dejamos guiar por la Luz, corremos el riesgo de hacer agua. Y zozobramos.
Es realmente fácil continuar en el viaje de la vida sin faros que nos ayuden a llegar a buen puerto -el de la evolución individual y colectiva-, creyendo que como vamos lo estamos haciendo bien porque nos alumbramos con candelas efímeras, abatidas por el viento. Nos podemos autoengañar de manera garrafal cuando no vemos nuestras sombras, cuando no estamos en la disposición de atestiguarlas y cuando nos dejamos arrastrar por ellas. Nos puede ocurrir a todos, mientras no pidamos la guía divina: solos no podemos, porque son tan fuertes las corrientes de nuestros egos que nos conducen a las aguas más turbulentas si no estamos conectados con nuestra esencia.
La turbulencia está hecha de separación, exclusión, competencia, explotación y consumismo. Casi todos los seres humanos, por supuesto yo incluido, hemos participado en el vaivén que todo ello genera. Muchas veces no nos damos cuenta; en otras ocasiones sí, pero nos gusta el movimiento e incluso llegamos a enorgullecernos del mareo que nos produce. Seguimos pensado que otros son los malos, mientras nosotros somos los buenos y nos justificamos en razones religiosas, políticas, económicas o de otro tipo, poniendo rótulos a diestra y siniestra. A esos distintos los excluimos, porque no nos gusta lo que piensan, cómo se visten o el color de su piel.
Mantenemos un espíritu de competencia, ese valor de la modernidad desde el cual se exalta al más guerrero, al más luchador, a la vez que se desconocen todas las habilidades que no son funcionales a mantenernos en guerra. Seguimos en la explotación, económica, social o sexual, justamente porque el más fuerte dispone del más débil, porque el vivo vive del bobo. Continuamos consumiendo mucho más de lo que necesitamos, porque eso nos da estatus y nos permite diferenciarnos de esa masa temida, como si no fuésemos todos seres humanos. Esto es lo que hay.
Por fortuna, también hay aguas benditas, aunque en principio no parezca tan atractivo navegar en ellas, pues nos plantean equidad, solidaridad e integración. Y entonces nos preguntamos: ¿Yo igual a ese o a esa? ¿De verdad tengo que compartir? ¿Y aceptar eso que me parece intolerable? Cuando podemos reconocer las aguas benditas y conducirnos hacia ellas los egos se apaciguan y el amor se manifiesta. ¡Y es allí donde somos bienaventurados!
Sí, como humanidad tenemos remedio. Es cuestión de tenernos paciencia, empezando por nosotros mismos, de asumir que la tranquilidad es más sana que el mareo, que hay un faro divino que nos puede guiar. Naveguemos hacia la Luz.
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