Es la mejor Semana Santa del país, nos contaban desde pequeños, y que había otra importante pero no tan piadosa; también que allí los cargueros llevaban los pasos con la cara descubierta y eran personas notables; escuché que algunos lo hacían por aparecer, otros por devoción, pero con los años supe que la razón y el origen son distintos. En cambio, los penitentes de Pamplona (la de Colombia) lo hacen cubiertos con su tela púrpura, en anonimato, sean doctores o gente del común, pero creo que -salvo algún colado- sólo cargan los segundos.
La verdad, me daban miedo y al mismo tiempo sentía admiración; veía como se echaban al hombro, kilos de madera, herrajes, yeso y floreros con su agua y con sus flores. Todo ese peso repartido entre ocho, doce o más nazarenos, caminando lento, acompasados, con sus códigos, ataviados con túnicas, con fajas de cuero y fique, calzando alpargatas de esparto, recorriendo media ciudad emparamada bajo el chinchín durante un par de horas o más, cumpliendo su penitencia.
Las procesiones eran imponentes, muy ceremoniosas y muy olorosas. Olía a incienso, a efluvio de cirios y a golpe de axila, a emanaciones de abrigos mojados y de ruanas empapadas. Salíamos a la calle más cercana por donde pasaba el recorrido y mamá decía, “ese es Papalindo” “estos son los soldados, los malos…” y contaba la historia representada en ese Viacrucis callejero que conducía al Nazareno number one hacia su destino premeditado. Tengo muchos recuerdos, porque asistí por años al acontecimiento repetido, hasta que me interesaron otras cosas menos devotas, pero esa sería otra historia contada por otro yo.
Había dos procesiones que me asustaban. La primera salía el jueves. Larguísima, se hacía un recuento de la Pasión con pasos prestados de otras cofradías y tenías que volver a ver los latigazos, la humillación y la sangre en un desfile de humos densos, rezos de cucarrón, música luctuosa y una cantidad de gente a lado y lado de la calle, desbordando las aceras, desdoblando las esquinas, atiborrando balcones y ventanas. Daba la sensación de que el mundo entero hubiera venido a mi pueblo a presenciar el escarmiento, que por fortuna se hacía en horas de la tarde y no en la negrura de la noche, tan propicia a sombras y visiones, cocos y otras amenazas.
La otra se hacía a la medianoche del viernes, cuando el sepulcro reposaba en su sitio después de la procesión solemne, en la que las autoridades iban emperifolladas con crucifijos de oro los unos, con condecoraciones y con smoking otros más. Era entonces cuando otra serie de hombres, más humildes, fervientes y menos trajeados hacían penitencia extrema recorriendo a la inversa la misma ruta del Jesús inmolado; se llamaba la Procesión del Desande (cuentan que aún se realiza en versión light) y era una práctica si no secreta, vedada sólo a los insomnes, a los osados y trasnochadores que se atrevieran a ver por fervor o chismorreo, a estos hombres en purga, que pasaban cargando cruces hechas con troncos sin pulir, con vigas al lomo, con fierros al hombro; otros andaban de rodillas, o eran flagelados con lazos plenos de nudos y según decían, algunos se ponían cascajos en los zapatos para acrecentar el sufrimiento y su expiación. Contaban que en otra época era peor, pero para mí, que tendría ocho o nueve años, bastó ver esa única vez a esos hombres haciéndose daño, emulando, con la cara al descubierto. Pasa el tiempo, se cuentan tantas cosas…
Tomado (y adaptado) del libro inédito, “De los cero a los doce, memorias de infancia”
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