Empecé esta columna varias veces y casi desisto por impotencia. Quise escribir sobre Dios e intenté, en vano, buscar claves en la "luz" de las alturas racionales. Pero, allí no lo encontré. Me hizo saber que esa no era mi ruta. "A Dios no se explica, a Dios se le vive". Recordé el aprendizaje más importante de mi vida espiritual sobre cómo hallarlo a Él: se le encuentra en las zonas más profundas y oscuras de nosotros mismos. Allí donde no nos atrevemos a descender porque nos da miedo reconocernos en la verdad de nuestra pequeñez y vulnerabilidad. Así que esta columna solo pretende compartirles una experiencia reciente con el Dios que me habita, no por buena, sino por hija, por ser su criatura y porque un día hice uso de mi libre albedrío para decirle: sí.
Y, ¿por qué el encuentro con Él tiene que ser en medio del dolor, el pecado y la oscuridad de nuestra condición humana? Poco a poco me he ido aproximando a la respuesta. El sufrimiento nos recuerda nuestra vulnerabilidad, lo frágiles y efímeros que somos. Impide el autoengaño. Deshace de un solo golpe nuestras vanidades y nos conduce a la verdad de lo que somos, que es más clara en medio de la oscuridad interior. Allí caen nuestras máscaras, se desvanece la arrogancia, nos reconocemos necesitados y lo buscamos a Él. La maravillosa experiencia del encuentro es única y exclusiva para cada ser humano. ¡Inenarrable!
Como aseguró el predicador de la Casa Pontificia, el cardenal Raniero Cantalamesa, en la homilía de Viernes Santo: "Dios conoce nuestro orgullo y ha venido a nuestro encuentro. Él se ha ‘aniquilado’ primero delante de nuestros ojos”. Este camino conduce a la Resurrección.
Hace poco, me fui bien lejos del aturdimiento exterior y del ensordecedor ruido interior. Tomé distancia física y mental. Viajé a la Patagonia chilena a un retiro de yoga kundalini, del que les contaré en otra ocasión.
Al concluir el retiro, un poco inquieta espiritualmente por mi apertura, visité dos conventos católicos de monjas de clausura. En el primero, "Las Adoratrices del Santísimo Sacramento", me impresionó una pintura de su fundadora, Magdalena: una mujer muy bella mirándose a un espejo en el que no se refleja su belleza física, sino el rostro crucificado de Jesús. Me produjo un cierto rechazo: “¡no más culto al sufrimiento!”, pensé. "Con el que padecemos es suficiente".
A los pocos días, al llegar al segundo convento, el de las Carmelitas Descalzas, en Puerto Montt, me recibió su superiora, la hermana Bernardita. Su rostro iluminado me estremeció. Sus ojos brillantes y su dulce sonrisa reflejaban Amor infinito. Lo reflejaba a Él. Sus dulces palabras fueron bálsamo sanador para el dolor que aún llevaba conmigo. Sentí Su voz en mi interior: "No te he pedido que reflejes mi muerte. Mírate en ella. Bernardita es el espejo de mi resurrección".
Agradecí, en oración, a dos santas de la Iglesia Católica. A Teresa de Jesús, por bajar a Dios de la abstracción de su época y reconocerlo en Jesús, de carne y hueso. Y a Santa Faustina Kowalsca por enseñarnos que el sufrimiento natural del ser humano, ofrendado en la Cruz de Cristo, es semilla de RESURRECCIÓN.
Sólo puedo desearles que lo busquen, le den su fiat y se dejen encontrar por Él.
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